Tengo sentimiento de culpa por no poner una nota más alta a una de las cumbres, para muchos, del cine de todos los tiempos. Es mi venganza aplazada, mi frío y calculado ajuste de cuentas con Tarkovsky, con ese hombre que tan mal te hace sentir mientras ves una de sus obras, con el individuo que delante de tus narices destripa la condición humana y lanza las vísceras sobre tu cara extasiada, con el místico que escarba con un palo dentro de los cerebros y pone en entredicho el ateísmo que algunos llevamos por bandera.
Además se atreve a insinuar en su última obra, en su testamento cinematográfico, en esta maravilla que nos ocupa; que la salvación era posible, que hubiera bastado el sacrificio de un hombre justo para parar la sin razón del desastre. Pero los locos no cuentan, los que riegan árboles secos son buenos hombres, pero no están cuerdos.

Tarkovsky me hace pasar malos ratos: su empecinamiento trágico, su pesimismo, su ausencia de atmósferas respirables....; por eso le castigo con una nota más baja que la que se merece, porque él ha conseguido que cuelgue de mi pared, como colgaba mi abuela escenas del infierno y el purgatorio, el cuadro de un árbol seco en cuya inexistente sombra sestea un niño con salacot y cerca de él un cubo que yo procuro mantener siempre lleno.