Yo era, uno de esos tipos duros que ni siquiera lloraron cuando murió la mamá de Bambi, uno de esos, que no sueltan una lágrima ni cuando degustan una ración de bravas con doble salsa, uno de esos, que se ríen con el telediario. Pero de pronto un día me hallé ante el final de una película llamada, “Qué bello es vivir”, y entonces fui como una magdalena ante el calvario, como un grifo sin zapatas, como un paseo sin paraguas durante una lluviosa tarde de abril y me deshice cual azucarillo mientras sonaba una campanilla porque, Clarance, recibió sus alas; y esto se repetía sin importar las veces que, esto, hubiese visto. Entonces comprendí que estaba ante una gran película, una gran película con una secuencia final de la que es imposible escapar, sin llorar, por muchas veces que fuese vista. Y comprendí que esto no era por sentimentalismo, comprendí que estaba hechizado ante la magia del cine y ante el conjuro de un mago; llamado Frank Capra.