Ah… Frank Capra; quién no admira a Frank Capra. Pero es aún mucho mejor. Es un Capra desconocido. Aquí no nos conmueve, no nos eleva entre elevados ideales, ni nos rebela contra la injusticia. Aquí nos asciende al cielo de las risas. Aquí nos incita a cargar, en la colina de San Juan, sobre los escalones de una vieja escalera de madera. Aquí compone la comedia por la comedia, y lo hace como sólo él lo podía hacer; con una obra maestra.

Tenemos al mejor Cary Grant que recuerdo (y recuerdo a muchos buenos), donde pone esa cara en la que en un sólo abrir y cerrar de sus ojos nos revolcamos de la risa, donde muestra en su rostro, esa pausada y continua manera de quedarse boquiabierto; y con la que en cada gradual rictus nos despierta una carcajada. Tenemos a un esplendido Raymond Massey en una fidedigna imitación de Boris Karloff. Tenemos a Peter Lorre realizando una vez más el papel de hombre tímido e insignificante, pero que hilvana también el hilo en el relato. Tenemos a dos encantadoras, “y compasivas”, ancianitas; a las que interpretan, Josephine Hull y Jean Adair. Tenemos la personificación de Teddy Roosevelt personificada por John Alexander, en el papel de un loco encantador. Tenemos una de las mejores comedias cinematográficas de todos los tiempos. Tenemos el porqué nos dejamos embaucar en ese ir y venir de luces y sombras que nos deslumbran en las pantallas; y al que llamamos cine.