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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
9
Drama A comienzos del siglo XV, el monje pintor Andrei Rublev acude junto con sus compañeros a Moscú para pintar los frescos de la catedral de la Asunción del Kremlin. Fuera del aislamiento de su celda, Rublev comenzará a percatarse de las torturas, crimenes y matanzas que tienen aterrorizado al pueblo ruso... La biografía del pintor ruso Andrei Rublev -Andrei Rubliov-, famoso por sus iconos, sirve de base para hacer un minucioso retrato de ... [+]
16 de noviembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Andrei Rublev” es una maravilla pictoricista; eso sí, completamente ajena al ritmo cada vez más sincopado —diríase que desbocado, o incluso desquiciado— que caracteriza a buena parte de la producción audiovisual, sin importar el género, de nuestros días.
Por eso, para poder recrearme en la contemplación de cada uno de sus planos sin caer en el sopor casi irresistible inducido por la cadencia anacrónica con que Tarkovsky nos los sirve —parece querer reproducir así el moroso decurso del tiempo medieval—, he optado por verla en tres tramos de una hora, como si de una miniserie se tratase.
En bastantes ocasiones, las imágenes de esta cinta —insisto: apabullantes sin excepción— remiten a los turbadores cuadros del Bosco más que a los tradicionales iconos en que se ocupa su protagonista. No en vano, la vida de este monje pintor transcurre a caballo entre los siglos XIV y XV, período que Johan Huizinga denominara —por cierto que con ajustado aliento poético— “el otoño de la Edad Media”. Si bien el historiador neerlandés circunscribía dicho calificativo a los países Bajos en tanto explicación para el surgimiento de la escuela de los “Primitivos Flamencos”, el clima de agotamiento de los usos socio-económicos dominantes durante cerca de un milenio y la consiguiente inminencia de una nueva era incógnita sí es extrapolable al conjunto del orbe cristiano de la época. El propio Andrei Rublev, o Rubliov, es hijo inconfundible de tan extraño y fascinante período, pues su obra toda persigue una humanización de la severa iconografía heredada de los bizantinos.
Sin dejar de lado las analogías pictóricas, y aun a riesgo de incurrir en el tópico, Tarkovsky no se conforma con retratar al atribulado personaje que da título a la cinta, sino que compone un vasto fresco histórico donde se contiene buena parte de los rasgos de un mundo feudal, y por ende cruel, que no acaba de dar paso a los refinamientos de la modernidad, punto muerto especialmente acuciado en Rusia y que se alargará hasta... ¿hoy? Asistimos pues a los abusos de la nobleza y al correlativo temor en que viven los siervos, a las correrías de los tártaros y a ceremonias paganas infinitamente más sugestivas que la sofocante liturgia ortodoxa.
Con no ser una una película, en el más pedestre de los sentidos, de ahí el entrecomillado, “entretenida” —tampoco lo pretende; que no estén reñidos no obliga a que arte y evasión vayan de la mano—, “Andrei Rublev” es una de las más altas cimas de la historia del cine, de estudio obligado, más que mero visionado, para cualquiera con verdadero interés o afición sincera o incluso vanas ínfulas al respecto.
Mención aparte merece la secuencia que, en súbito estallido de color, precede a los títulos de crédito, con un recorrido por las tablas más representativas de Rublev, como cuando paseamos por las galerías de un museo deteniéndonos en detalles que, casi siempre de manera arbitraria, llaman nuestra atención. Una muy grata sorpresa final que no hace sino reafirmarnos en la sensación de haber presenciado una joya de valor incalculable.
Carorpar
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