Este capítulo de Sherlock presenta un ambicioso proyecto que, desde el punto de vista cinematográfico, parte de la hipótesis (casi de la convicción) de que la sorpresa, el desconcierto y lo inverosímil son los mejores aliados par mantener la atención.

Pero, entre la atracción y el rechazo que tal planteamiento suscita, el espectador se siente indefenso, a veces vapuleado y un poco bobo por dejarse implicar en el juego avieso que la película le propone.

Su virtud es su defecto.
Los giros imprevistos que se imprimen al argumento, su abuso de lo insólito y su carencia del criterio de la mesura hacen mella en la credibilidad del film y a veces resulta inevitable juzgar que nos hallamos en el contexto del realismo mágico en lugar de en el ámbito de una trama detectivesca.