En una película muy a la antigua, de las que podía haber protagonizado James Stewart, Steven Spielberg viene a reconocer de pasada que las instituciones y la mayoría de los estadounidenses de hace sesenta años eran un hatajo de fascistas, aunque existían corazones puros de demócratas verdaderos como el abogado al que encarna Tom Hanks (un actor que, salvo la faceta de galán, anda plenamente en la tesitura del viejo Jimmy). Mark Rylance interpreta magníficamente a un espía ruso detenido en territorio estadounidense y juzgado en una pantomima de juicio sobre el que el propio juez reconoce que solo tiene la finalidad de condenar al acusado. Su abogado Hanks, además de desprestigiarse ante todo el mundo como supuesto amigo de comunistas, sólo puede conseguir que no se dicte sentencia de muerte gracias a la sugerencia de que en el futuro puede servir para canjear espías yanquis pillados en zona soviética. Esta posibilidad se presenta muy poco después, cuando un piloto del Tio Sam es detenido tras estrellarse en Turquía su avión espía. Hanks recibe el encargo de realizar el canje y marcha a Berlín para ponerse manos a la obra. Como Spielberg es un director a la antigua y también lo son sus personajes, todo sale perfecto, y Hanks consigue quedar bien con unos y con otros y asegurar su prosperidad sin menoscabo de su conciencia. Venga, Steven. Cuéntanos ahora el de Caperucita.