7 de enero de 2012
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Howard Hawks amaba la aventura. Por eso le gustaban tipos como Geoff Carter (Cary Grant) y Kid Dabb (Thomas Mitchell), hombres valientes y generososos, siempre dispuestos a jugarse la vida porque en eso consistía su trabajo. Y también le gustaban chicas como Bonnie Lee (Jean Arthur) o Judy Mac Pherson (Rita Hayworth), siempre dispuestas a amarles a pesar de su manifiesta idiotez.
Hawks amaba el riesgo, pero a diferencia de sus héroes él lo temía: por eso se hizo cineasta. Y Barranca es un lugar tan bueno como cualquier otro para hacer del riesgo un modo y un medio de vida. Ese enclave situado junto a un océano que casi nunca vemos, envuelto siempre por la niebla y rodeado de montañas azotadas por el viento es una metáfora del purgatorio: un puente entre el cielo y el infierno, más cerca del segundo que del primero. Como a la Casablanca de Richard Blaine, es zona de tránsito de los parias que huyen del pasado, pero -a diferencia de la película de Curtiz- saben que no hay futuro más allá de las montañas. En el mejor de los casos los aviones que despegan de Barranca regresan de nuevo a Barranca.
"Solo los ángeles tienen alas" discurre entre las cabinas de esas avionetas cochambrosas, la pista de aterrizaje y la cantina del aeropuerto. A veces los aviones se escacharran y los pilotos encuentran la muerte, pero en Barranca no hay tiempo para las lágrimas. Sus amigos bromean, beben y cantan. Olvidar es volar y volar es vivir: a veces también volar es morir.
Otras películas de Hawks, como "Río Rojo", "Río de sangre" o "Hatari". son también odas a la aventura, al espíritu de unos pioneros condenados a desaparecer, pero ninguna de ellas alcanza la trágica emoción de "Solo los ángeles tienen alas". En ella el último vuelo de Kidd Dabb es una epopeya íntima. Y tampoco esta vez habrá lágrimas. La amistad y el valor, como en "Casablanca" están por encima de todo.
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