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Voto de McCunninghum:
6
6,8
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Drama. Aventuras
Basada en la historia real de Aron Ralston, un intrépido montañero y escalador norteamericano que se hizo famoso porque en mayo de 2003, durante una escalada por los nada transitados cañones de Utah, sufrió una caída y quedó atrapado dentro de una profunda grieta. Tras varios días inmovilizado e incapaz de encontrar una solución alternativa, tuvo que tomar una dramática decisión. (FILMAFFINITY)
7 de febrero de 2011
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo primero: frente al artefacto perpetrado por Cortés en “Buried”, lleno de sapiencia hitchcockiana, “127 horas” no da lo que promete. En ese sentido, la leyenda de los espasmos y los mareos es lo contrario de una profecía que se cumple. Aquí no hay encierro, no hay experimento espacial tipo “La soga” o “La huella”, de Hitchcock y Mankiewitz, por nombrar a dos maestros clásicos de la “puesta en forma” que Cortés mimetiza. Aquí, sin embargo, sí que hay “puesta en forma”, pero sería aquella del artificio, de la picnolepsia clipera, o lo que el antifilósofo Fernado Castro recoge bajo el “síndrome de la vomitera continua” (dolencia en la cual el paciente procede a la vomitera como reacción ante cualquier aspecto emocionante y/o inesperado de la vida: “Cariño, nos vamos a las Bahamas” (vomitona), ya en el hotel, “¡Qué hermoso!” (vomitona), en la playa, supinos los dos, un negrazo le acerca un daiquiri, sin rozarla siquiera (vomitona), y así…).
Lo segundo: antes de la aventura que se nos prometía (un tipo, amante del deporte de riesgo, cae escalando y su mano queda sujeta por una roca durante el número de horas expresado en el título, y no más ni menos), hay un prólogo de unos veinte minutos donde Boyle vomita vehementemente al modo melódico, ilustrando eso de “la forma vomitera” (aprehensión miserable de las formas del videoclip en la gran pantalla). Lo hace, lo de vomitar, a pantalla partida por tres, recurso éste que es ya, más allá del uso en documentales musicales (desde el seminal “Woodstock” al más moderno “Al tomorrow parties”) un estilema/reflejo de la época: incluso un tipo tan marginal y marginado como Leo Carax lo usa en su capítulo de “Tokio”; y con el musicón a todo volumen, mientras el héroe Aron Arlston da saltos con la bici o sin ella, se encuentra con un par de chicas con las que se da unos chapuzones, desciende pendientes en un desierto after-pop que no es el de Antonioni ni Van Sant, sino el propio que Boyle atraviesa en su peregrinación por la/su historia del cine. Uno acaba temiéndose lo peor: que Boyle va a llevar a cabo un ejercicio de estilo de esos que hacen –ahora- regurgitar a los monjes jansenistas de la Gran Forma, a lo “La playa” o a lo “Slumdog Millonaire”, donde una imagen plástica nos deja ver una conciencia inmoral y espectacular, donde la voz de Boyle es ahogada por una inercia ramplona y necia. Para cuando Aron, este antihéroe y figura arquetípica del joven malcriado, narcisista y pijotero (en lo que sí se acerca al “Gerry” de Van Sant y, en general, a toda su trilogía mortuoria y otras obras sobre este Tipo peterpanista (como la de Aracki, Clark, Korine…)), cae, quedando su mano diestra atrapada entre la roca y la pared, dando comienzo su odisea, casi no había esperanza. Pero Boyle guarda un minuto de silencio por su vomitona previa: con ese ritual, devuelve al desconfiado al lugar, junto a Aron y su Roca.
Lo segundo: antes de la aventura que se nos prometía (un tipo, amante del deporte de riesgo, cae escalando y su mano queda sujeta por una roca durante el número de horas expresado en el título, y no más ni menos), hay un prólogo de unos veinte minutos donde Boyle vomita vehementemente al modo melódico, ilustrando eso de “la forma vomitera” (aprehensión miserable de las formas del videoclip en la gran pantalla). Lo hace, lo de vomitar, a pantalla partida por tres, recurso éste que es ya, más allá del uso en documentales musicales (desde el seminal “Woodstock” al más moderno “Al tomorrow parties”) un estilema/reflejo de la época: incluso un tipo tan marginal y marginado como Leo Carax lo usa en su capítulo de “Tokio”; y con el musicón a todo volumen, mientras el héroe Aron Arlston da saltos con la bici o sin ella, se encuentra con un par de chicas con las que se da unos chapuzones, desciende pendientes en un desierto after-pop que no es el de Antonioni ni Van Sant, sino el propio que Boyle atraviesa en su peregrinación por la/su historia del cine. Uno acaba temiéndose lo peor: que Boyle va a llevar a cabo un ejercicio de estilo de esos que hacen –ahora- regurgitar a los monjes jansenistas de la Gran Forma, a lo “La playa” o a lo “Slumdog Millonaire”, donde una imagen plástica nos deja ver una conciencia inmoral y espectacular, donde la voz de Boyle es ahogada por una inercia ramplona y necia. Para cuando Aron, este antihéroe y figura arquetípica del joven malcriado, narcisista y pijotero (en lo que sí se acerca al “Gerry” de Van Sant y, en general, a toda su trilogía mortuoria y otras obras sobre este Tipo peterpanista (como la de Aracki, Clark, Korine…)), cae, quedando su mano diestra atrapada entre la roca y la pared, dando comienzo su odisea, casi no había esperanza. Pero Boyle guarda un minuto de silencio por su vomitona previa: con ese ritual, devuelve al desconfiado al lugar, junto a Aron y su Roca.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Aquí da comienzo el segmento del film que redime a Boyle, pues, entre ataques picnolépticos y desbarres, construye una parábola de la autosuperación que es también una alegoría de su situación como cineasta. Como Sísifo, al que ya nos decía Camus que era el Dios de los Obreros (ahora, el Dios del Post- (graduado o lo que se tercie)), y, además, había que imaginárselo feliz, Aron encontrará, paradójicamente, su propia salvación en la Roca.
A diferencia de “Buried”, aquí no hay móvil (habría que imaginarse el guión de Sparling sin el celular: eso sí sería cine experimental). No importa. Boyle de experimental no tiene nada: más bien, como Guy Ritchie, quiere ser el Tarantino insular, transita de un filme a otro según los dictámenes de esta o esta industria, ni qué decir tiene, sin poder contener la basca.
En la Odisea del sisífico Aron, Boyle se permite todos los flashbacks que quiere, viajes infinitos de cámara que se van de parranda y vuelven a la grieta del héroe, sueños y alucinaciones varios, los cuales, en sus momentos no ridículos, son un remember de “Trainspotting”, el himno generacional que hiciera Boyle cuando la crítica lo tenía por el mejor de su generación y no, como dice el Singular Costa, “el peor”. Pero aún así, “127 horas”, que en su final sangriento hace otro autoremember, de “28 días después”, se aparece como ejercicio de estilo contemporáneo y documento de la figura de un cineasta británico en (préstese atención) La Meca del Cine, donde el talibanismo de la Gran Forma es más evidente. Como el Aron ya zombie que se amputa la Mano para liberarse de la Roca a la que dará las gracias, para volver con Mamá y su Novia (en una escena que es un clip de Sigur Ros más bien veegonzante), el cineasta Boyle tiene que sacrificar algo de sí mismo. Como Aron, nos dice: “¡I need help!”, pero no le creemos, vemos su cinismo multipléjico y polimorfo. Qué coño, si el tipo en verdad se lo pasa bien. ¡Hay que imaginárse feliz a Boyle! (con la bolsita de papel-cartón).
Entretenimiento pijipi o testimonio de una castración simbólica. La amputación de Aron (como la de, por otro lado y en otro sentido,la Mattie Ross protagonista del “True Grit” de los Cohen) es un Acto Simbólico: en el caso de Boyle, el Gran Otro que lo castra es la Industria, en el de los hermanos Cohen, es la Tradición. Ambos acogen, cada cual a su manera, al Padre Simbólico, entregando un precio a cambio: la extenuación, o la repetición.
Lo ultimo: el momento documental que cierra el filme, donde vemos al auténtico Aron Ralston con su mujer e hija, es una burda reinserción en el Orden Real que quiere justificar, precisamente, la vomitera. Justificación de una mentira cara, una ilusión pasajera. Lo mismo ocurría en “The Fighter”, donde un quizás avergonzado David O. Russell incluía imágenes auténticas de los Egos de Wahlberg y Bale. Sé que así contado parece increíble (vergüenza por contar, por parecer), pero es verdad.
A diferencia de “Buried”, aquí no hay móvil (habría que imaginarse el guión de Sparling sin el celular: eso sí sería cine experimental). No importa. Boyle de experimental no tiene nada: más bien, como Guy Ritchie, quiere ser el Tarantino insular, transita de un filme a otro según los dictámenes de esta o esta industria, ni qué decir tiene, sin poder contener la basca.
En la Odisea del sisífico Aron, Boyle se permite todos los flashbacks que quiere, viajes infinitos de cámara que se van de parranda y vuelven a la grieta del héroe, sueños y alucinaciones varios, los cuales, en sus momentos no ridículos, son un remember de “Trainspotting”, el himno generacional que hiciera Boyle cuando la crítica lo tenía por el mejor de su generación y no, como dice el Singular Costa, “el peor”. Pero aún así, “127 horas”, que en su final sangriento hace otro autoremember, de “28 días después”, se aparece como ejercicio de estilo contemporáneo y documento de la figura de un cineasta británico en (préstese atención) La Meca del Cine, donde el talibanismo de la Gran Forma es más evidente. Como el Aron ya zombie que se amputa la Mano para liberarse de la Roca a la que dará las gracias, para volver con Mamá y su Novia (en una escena que es un clip de Sigur Ros más bien veegonzante), el cineasta Boyle tiene que sacrificar algo de sí mismo. Como Aron, nos dice: “¡I need help!”, pero no le creemos, vemos su cinismo multipléjico y polimorfo. Qué coño, si el tipo en verdad se lo pasa bien. ¡Hay que imaginárse feliz a Boyle! (con la bolsita de papel-cartón).
Entretenimiento pijipi o testimonio de una castración simbólica. La amputación de Aron (como la de, por otro lado y en otro sentido,la Mattie Ross protagonista del “True Grit” de los Cohen) es un Acto Simbólico: en el caso de Boyle, el Gran Otro que lo castra es la Industria, en el de los hermanos Cohen, es la Tradición. Ambos acogen, cada cual a su manera, al Padre Simbólico, entregando un precio a cambio: la extenuación, o la repetición.
Lo ultimo: el momento documental que cierra el filme, donde vemos al auténtico Aron Ralston con su mujer e hija, es una burda reinserción en el Orden Real que quiere justificar, precisamente, la vomitera. Justificación de una mentira cara, una ilusión pasajera. Lo mismo ocurría en “The Fighter”, donde un quizás avergonzado David O. Russell incluía imágenes auténticas de los Egos de Wahlberg y Bale. Sé que así contado parece increíble (vergüenza por contar, por parecer), pero es verdad.