Un médico comienza su trabajo en la cárcel de Carandiru. Es el primer día y ha habido una gran pelea: el joven Lula se ha encarado al asesino de su padre. Lula lo acusa de haberlo matado a sangre fría, delante de su madre. Pero, el asesino, hostigado por tanta acusación, le revela que fue su madre quien le pagó para que lo hiciera, harta de tanta borrachera y tanta paliza. Lula llora espasmódicamente, derrotado ante la verdad que resume su vida familiar.

Y así se suceden casos espeluznantes de drogadicción, asesinatos, violaciones, abandonos y locura.

Las historias se van hilvanando en la enfermería, como conversaciones naturales que los presos tiene con el nuevo doctor, un hombre que no está allí para juzgar, sino para sanar. Y es lo que hace: sana y escucha. Y poco a poco se familiariza y encariña con aquella masa de hombres despiadados pero con su pequeño corazoncito y sus grandes normas.

Dentro del caos que supone una penitenciaría preparada para albergar a 4000 hombres pero con una población de 7000 presos, el código carcelario se cumple a rajatabla: violador = ejecutado; moroso = pabellón amarillo, etc., etc. Drogas, sexo y violencia están a la orden del día pero no son nada en comparación con la masacre que lleva a cabo la policía antidisturbios: las ametralladoras descargan indiscriminadamente una lluvia de muerte palpable en muchas imágenes, pero ninguna tan brutal como la de las escaleras por donde resbala toda la sangre derramada porque sí, porque son escoria, porque son maricones, porque son negros, porque molestan y porque deshacerse de delincuentes da muchos votos.