Si sabes cómo hacer que le caiga abruptamente la venda de las fantasías a una niña -qué actriz es lo de menos: Iciar Bollaín es empujada en la etapa adolescente, como antes lo es Sonsoles Aranguren en la niñez, a vivir de forma precipitada entre sentimientos adultos de afectos no correspondidos- sin que precises para representarlo de efectismos abruptos renunciando a la sobriedad o a abusar de manierismos y clichés tremendistas, eso es cine simple y llanamente.
Y si te sirves para ello de un costumbrismo que no da respiro en su inasequible autenticidad (convites de comunión, pasodobles, copazos de coñac con puro para ahogar la desidia y la morriña, lunas azules compatibles con pasodobles) lo que filmaste es además un tesoro irrenunciable para un patrimonio cultural y artístico.. aunque 40 años después seas académicamente relegado.
Jose Luis Alcaine hinchó la antología de imágenes de esta obra maestra fotografiando para Erice, y para la memoria de todo espectador, a Omero Antonutti exhalando -aunque en su caso practicamente respirándolo- el humo incorpóreo y tangible bajo la luna de un cigarrillo, bajo la ventana... junto a la cama deshecha.
Rafaela Aparicio siempre fue un huracán con una fuerza no ya interpretativa (que también) sino emocional, de una dimensión descomunal, enclaustrada al rol de suegra gruñona o, trabajando para Saura, Fernando Fernán Gómez y, como en el caso que nos trae, obrando ese milagroso estremecimiento de hacer que pareciese vulnerable o débil siendo tan arrolladoramente enérgica.
Imprescindible (la película digo... bueno, y por descontado Rafaela, eterna).