Un público poseído, allá abajo, baila esas danzas primitivas, tribales, torpes, a veces violentas, que el pluriempleado Holt acompaña ocasionalmente con movimientos de cabeza espasmódicos, afirmativos. Araya, en el escenario, casi siempre inmóvil, parece un trampero de las Rocosas que lleva meses cazando osos; su voz es implacable, monótona, apagada, deliciosamente disfrutable. Justo hoy acaba de bajar a Los Ángeles para ganarse unos cuartos antes de retirarse.

Detrás de Tom, invisible, está Paul, el chico del tambor, una auténtica bestia dando hostias con sendos palos en las manos. King es el calvo de las cadenas, el encargado de tocar una y otra vez esos acordes tan básicos y machacones, la esencia misma de las canciones. Gary se encarga de los riffs, y además lo hace de puta madre. Y sentado en una lateral, saboreando un refrigerio, se encuentra un servidor, que sin buscarlo y por una extraña sucesión de casualidades tiene la suerte de verse en medio de aquel jaleo. Un lujo.

Merecida gira de despedida de una banda imprescindible, fundamental, única. La película recoge uno de esos conciertos memorables, en los que se repasan todas las grandes canciones más algunas de nuevo cuño, como la genial Repentless, que abre el show. A disfrutar.