Este cortometraje de Jon Knautz da sin duda para mucho más que para un cortometraje. Claro está que en cuanto nos metiéramos en un metraje largo habría que ponerse a explicar lo que ocurre, y eso quitaría mucha magia al asunto. En Still Life no tenemos explicación alguna, al menos ninguna más allá de que el pobre Trevor Matthews está medio loco, y sin duda se agradece.

Si dura 10 minutos, te parecerá que son 5. La tensión está tan bien llevada que Knautz no necesita ni siquiera ponerte en situación, te suelta en Villamaniquí y tú te las apañas. Buena culpa de ello la tiene la música, que a golpes de instrumentos de cuerda recuerda a los grandes del cine de suspense. Además, el silencio que acompaña a toda la producción evita las típicas situaciones estúpidas que solo sirven para preguntarnos qué hace ese hombre de la pantalla hablando sólo.

Una genialidad de 10 minutos de esas que pierden el toque en cuanto se alargan o se empiezan a explicar, cosa que le ocurrió a Jon Knautz en sus largometrajes posteriores.