Tarantino tiene un estatus en Hollywood que le permite hacer lo que le da la gana. Se ha cascado una película de metraje larguísimo donde ha metido mocumentales, falsas series, anuncios mendaces, homenajes a sus filias (incluso al cine español), personajes inventados y reales. Aparecen todos sus amiguetes y conocidos haciendo cameos. Es como si fuera Santiago Segura pero con más pasta y glamour. Ya os digo: esta película es como una catedral construida por un albañil alienígena a base de sus secreciones, a saber, mucho cine y mucha música. Y algo de sustancias controladas.

Tarantino se ha permitido el lujo de desperdiciar una intérprete de primera línea como Margot Robbie para proporcionarse una coartada a la historia sobre un actor y su doble que se pasean por el Hollywood de los 60 con un fondo de canciones y los mejores decorados que el dinero puede pagar.

Tarantino ha contratado sin despeinarse a dos estrellas de Hollywood: DiCaprio y Pitt, para actuar juntas y parecer que son amigos del alma. Destaco a DiCaprio porque su papel está lleno de matices y tiene que reír y llorar y hablar con niños. Pitt se limita a hacer su personaje de duroguapo. Otra vez. El uno aporta su savoir faire interpretativo; el otro aporta su seductora presencia. Se complementan y la cosa funciona bastante bien.

Una película con la ideología de un quinceañero que quiere cambiar el mundo hecha con la maestría de un artista con talento. Pero, en el fondo, ése es el cine en el que Tarantino se siente más cómodo.