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Voto de Jordirozsa:
6
5,5
7.255
Intriga. Terror. Thriller. Drama
Paul (Joel Edgerton) es un padre de familia que vive en una casa de madera con su esposa Sarah (Carmen Ejogo) y su hijo Travis (Kelvin Harrison Jr.), y que no se frenará ante nada para proteger a su familia de una amenaza que aterroriza al mundo exterior. (FILMAFFINITY)
28 de enero de 2022
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un mundo como el nuestro, en el que la arrogancia, la creencia de poder vivir por encima de las posibilidades de cada cuál; la ingenuamente asumida invulnerabilidad de la que el ser humano ha ido haciendo gala (recuerden aquella aciaga frase de uno de los mandamases de la empresa propietaria del “TItanic”: “Este barco no lo hunde ni Dios”); en un entorno hedonista, en el que se asimila el concepto de vida y de vivir sólo a lo que genera placer, hace sentir poder o control sobre el entorno, e hinchar el ego hasta límites parejos a la rana que quiso inflarse hasta asemejarse al buey; en donde el individualismo campa por sus anchas (practicándose la máxima de el “Vive y deja morir”, por cierto uno de los consabidos títulos del James Bond protagonizado por el mítico Roger Moore)… en tal contexto, uno de los dones o habilidades que hay que reconocerle a Trey Edward Shults, tan sólo un par de años antes de la locura que nos ha tocado vivir, es el de la perspectiva. Otros, lo llamarían “don de profecía”, y en el aquél entonces venteañero realizador, proyectarían la figura de poco menos que Nostradamus, dado lo que ha acontecido, evidentemente sin la carga trágica y fatalista que le otorga el director estadounidense a su historia.
Con lo que no se habrá visto “It comes at night” con los mismos ojos en las fechas de su estreno y proyección en cines, que ahora, transcurridos casi dos años de pesadilla, paranoia, terrorismo informativo, violación masiva de derechos individuales por parte de los estados, y un largo etcétera de despropósitos surgidos a raíz de la instrumentalización económica y social de un fenómeno tan natural y real, como esa vida misma, tan leve, tan liviana, tan efímera como insoportable cuando no es “disfrutable”, momento en el que no se duda a poner sobre la mesa el suprimirla o eliminarla, bajo el patético eufemismo de la “eutanasia”, con mil y uno no menos patéticos pretextos.
Así empieza: con un virus letal que supuestamente infecta al abuelo, al que se despacha con el descerraje de un tiro, y su transporte en una carretilla hasta un agujero donde se le rocía con gasolina y se le prende fuego. La perfecta metáfora de la negación del Yo, de aquello que más pone en duda su esencia, y en peligro su entidad: el sufrimiento, la enfermedad…. y la Muerte; esa que, a pesar de ser omnipresente, y la única certeza irrefutable de nuestras existencias, sigue siendo tan temida y desconocida… como oscura y tenebrosa, porque es en las tinieblas que se acerca y cumple su cometido, sin que seamos capaces, la mayoría de las veces, de darnos cuenta que está enfrente nuestro, esperando a que le devolvamos la sonrisa con la que nos está saludando. Y he aquí su triunfo, el que pone el título a ese mítico cuadro (que muchos mencionan en sus críticas), del holandés Pieter Brueghel el Viejo.
Detalle en el que, por otra parte, fui incapaz de reparar, pues estaba concentrado en todo aquello que hacía resonar en mí el claustrofóbico set diseñado para esta historia de terror. En ella, tanto los personajes, como el público, se pierden sumidos en la paranoia, la desconfianza y el miedo. Éste último, emoción básica que, debidamente incrustada en los pensamientos, da lugar a las dos primeras.
Este encuadre, que nos ubica en una tenebrosa y laberíntica casa, aislada en medio de un frondoso bosque, más allá de la vista de cuyos primeros árboles que en primer plano rodean la rústica vivenda, nos transmite un claro y contundente discurso sobre la soledad, el encierro y la rigidez que constituyen el estado en que se halla el proceso de desarrollo de la personalidad de sus cuatro personajes (un matrimonio, su hijo adolescente y el perro). Cuatro, porque al quinto lo despachan por ser considerado un peligro para su supervivencia.
Este espacio contraído, en el que se revela un único contraste lumínico entre la espesa oscuridad del interior durante la noche, y la fría refulgencia de un exterior que se antoja frío, desierto y hostil (suelen salir con máscaras antigas y guantes para protegerse), se torna más denso e irrespirable con las suspicacias que genera la llegada de otras personas que aparecen buscando refugio, haciendo crecer la tensión socioafectiva entre los soberbiamente caracterizados protagonistas. Permitiéndose una perqueña parte central del metraje de relajación y sosiego para la unidad de convivencia que forman estas atormentadas almas, prisioneras de sus propios miedos. Cada uno con su rol, su función, sus propias e irrepetibles características, y, como no, su posición en una férrea estrutura jerárquica impuesta por el cabeza de família, Paul (Joel Edgerton), en pro del “bién común” y de la “supervivencia”. Lo que resonará, sin lugar a dudas, a lo que acontece actualmente a nivel social con los mandatarios que desesperadamente intentan controlar algo que jamás han tenindo ni tendrán bajo control, por mucho que nos opriman, a aquellos a los que administran.
Pasillo, escalera, estancias, la esperpéntica antecámara del refugio o fortaleza en la que se ha pretendido convertir la campestre morada, la mítica puerta roja (legendario y recurrente color de las del Infierno), a la que se podrán atribuir un sinfín de interpretaciones o significados en el plano simbólico... todo ello en apariencia simple, sencillo, es meticulosamente convertido por la cámara de Drew Daniels en un complejo entresijo de unidades compartimentadas, que representan el atribulado mundo interno de Paul, Sarah, su hijo adolescente Travis, y los posteriormente llegados Will, Kim, y el pequeño de éstos, Andrew.
De todos ellos, el médium que conecta sus angustias con la audiencia; aquél en el que se pueden condensar todos los procesos de identificación del miedo y de la paranoia. El joven Travis encarna al arquetipo del adolescente que se debate en la oscuridad del cambio, de la iniciación, del paso de niño al hombre, y en donde se aferra a los pocos destellos de luz:
Con lo que no se habrá visto “It comes at night” con los mismos ojos en las fechas de su estreno y proyección en cines, que ahora, transcurridos casi dos años de pesadilla, paranoia, terrorismo informativo, violación masiva de derechos individuales por parte de los estados, y un largo etcétera de despropósitos surgidos a raíz de la instrumentalización económica y social de un fenómeno tan natural y real, como esa vida misma, tan leve, tan liviana, tan efímera como insoportable cuando no es “disfrutable”, momento en el que no se duda a poner sobre la mesa el suprimirla o eliminarla, bajo el patético eufemismo de la “eutanasia”, con mil y uno no menos patéticos pretextos.
Así empieza: con un virus letal que supuestamente infecta al abuelo, al que se despacha con el descerraje de un tiro, y su transporte en una carretilla hasta un agujero donde se le rocía con gasolina y se le prende fuego. La perfecta metáfora de la negación del Yo, de aquello que más pone en duda su esencia, y en peligro su entidad: el sufrimiento, la enfermedad…. y la Muerte; esa que, a pesar de ser omnipresente, y la única certeza irrefutable de nuestras existencias, sigue siendo tan temida y desconocida… como oscura y tenebrosa, porque es en las tinieblas que se acerca y cumple su cometido, sin que seamos capaces, la mayoría de las veces, de darnos cuenta que está enfrente nuestro, esperando a que le devolvamos la sonrisa con la que nos está saludando. Y he aquí su triunfo, el que pone el título a ese mítico cuadro (que muchos mencionan en sus críticas), del holandés Pieter Brueghel el Viejo.
Detalle en el que, por otra parte, fui incapaz de reparar, pues estaba concentrado en todo aquello que hacía resonar en mí el claustrofóbico set diseñado para esta historia de terror. En ella, tanto los personajes, como el público, se pierden sumidos en la paranoia, la desconfianza y el miedo. Éste último, emoción básica que, debidamente incrustada en los pensamientos, da lugar a las dos primeras.
Este encuadre, que nos ubica en una tenebrosa y laberíntica casa, aislada en medio de un frondoso bosque, más allá de la vista de cuyos primeros árboles que en primer plano rodean la rústica vivenda, nos transmite un claro y contundente discurso sobre la soledad, el encierro y la rigidez que constituyen el estado en que se halla el proceso de desarrollo de la personalidad de sus cuatro personajes (un matrimonio, su hijo adolescente y el perro). Cuatro, porque al quinto lo despachan por ser considerado un peligro para su supervivencia.
Este espacio contraído, en el que se revela un único contraste lumínico entre la espesa oscuridad del interior durante la noche, y la fría refulgencia de un exterior que se antoja frío, desierto y hostil (suelen salir con máscaras antigas y guantes para protegerse), se torna más denso e irrespirable con las suspicacias que genera la llegada de otras personas que aparecen buscando refugio, haciendo crecer la tensión socioafectiva entre los soberbiamente caracterizados protagonistas. Permitiéndose una perqueña parte central del metraje de relajación y sosiego para la unidad de convivencia que forman estas atormentadas almas, prisioneras de sus propios miedos. Cada uno con su rol, su función, sus propias e irrepetibles características, y, como no, su posición en una férrea estrutura jerárquica impuesta por el cabeza de família, Paul (Joel Edgerton), en pro del “bién común” y de la “supervivencia”. Lo que resonará, sin lugar a dudas, a lo que acontece actualmente a nivel social con los mandatarios que desesperadamente intentan controlar algo que jamás han tenindo ni tendrán bajo control, por mucho que nos opriman, a aquellos a los que administran.
Pasillo, escalera, estancias, la esperpéntica antecámara del refugio o fortaleza en la que se ha pretendido convertir la campestre morada, la mítica puerta roja (legendario y recurrente color de las del Infierno), a la que se podrán atribuir un sinfín de interpretaciones o significados en el plano simbólico... todo ello en apariencia simple, sencillo, es meticulosamente convertido por la cámara de Drew Daniels en un complejo entresijo de unidades compartimentadas, que representan el atribulado mundo interno de Paul, Sarah, su hijo adolescente Travis, y los posteriormente llegados Will, Kim, y el pequeño de éstos, Andrew.
De todos ellos, el médium que conecta sus angustias con la audiencia; aquél en el que se pueden condensar todos los procesos de identificación del miedo y de la paranoia. El joven Travis encarna al arquetipo del adolescente que se debate en la oscuridad del cambio, de la iniciación, del paso de niño al hombre, y en donde se aferra a los pocos destellos de luz:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
la lívida claridad de la lámpara que le acompaña en las incursiones nocturnas por su reducido entorno (aquéllas en las que se le ve en el exterior. siempre acompañado del corsé de las estrictas y opresivas normas que encarnan a la “superegoica” figura paterna). Echará seguro de menos la calidez de la incondicionalidad materna de Sarah, su madre, de cuyo afecto observaremos habidas manifestaciones, pero no lo suficientes para dar tibieza al atormentado muchacho, que retrata sus temores en el lienzo de sus pesadillas recurrentes. Una de las cosas que atenaza y causa depresiones en el bullicioso y turbulento repertorio emocional de los adolescentes, es el llegar a la plena conciencia de la crudeza de la caducidad humana, en forma de enfermedad, sufrimiento y muerte.
El resto de personajes no goza ni mucho menos del dinamismo del joven; aparecen más como figuras estáticas que representan el contexto de las normas, de los verdugos, por un lado; y el de los excluídos, las víctimas, lo desconocido, por el otro. Que si bien harmonizan por un período, dando estabilidad y esperanza (el pequeño Andrew es esa figura de pura inocencia a la que Travis intentará apegarse, como no queriendo dar ese paso a la adultez que le espera). Con lo que los personajes adultos de esta película se antojan como fantoches, estatuas, o incluso amenazantes gárgolas. Petrificadas, ancladas en su sombría e impkacable zona de confort, prisioneros de su paranoia, sin ir más allá, del que no saben ni han visto nada en mucho tiempo, y así mismo es desde nuestras butacas.
La banda sonora de Brian McOmber, no pasa de ser un manto, una especie de esterilla sobre la que yace todo el proceso que se cuenta en “It Comes at Night”; nada más que sutil y sugerente, tenemos, si es que se le puede llamar así, un motivo principal consistente en un aciago acorde disonante que apenas despliega o arpegia, seguido de murmullantes y todavía menos definidos motivos que se suceden como un fondo de barro en el que todo se andará como marcha en terreno pantanoso.
Al final, el guión retoma la descarnada virulencia del principio. Firma y rubrica el metraje con una escena cuya violencia gratuita se torna cuasi pornográfica. Y el horror que causa aquello de lo que es capaz la persona motivada por pulsiones cainitas, queda bien representado no sólo en lo explícito de su conducta, sino en las oscuras motivaciones que puede tener Paul para matar a una família sin pestañear, aun sin quedar claro que fueron infectados, o simplemente se trata del fruto de viciadas y enfermizas elucubraciones; aun en el caso de que el contagio del pequeño Andrew fuera cierto, si cogen los bártulos y se van, ¿por qué no dejarles ir en vez de asesinarles, si de todos modos el peligro ya se ha consumado? Se vayan o mueran, eso no hacía variar que Travis también presuntamente acabe contaminado. He aquí pues una prueba de la intencionalidad del script de introducir un episodio de agresividad absurda y sin sentido…, con el que dar carpetazo al asunto. Con todos los números de ser también una denuncia de la naturaleza humana, de la que es propio destruir por destruir; o, simplemente para recrearse en la ficción de que esa “destrucción” o “eliminación” da el control sobre el medio, una salida de escape, una huida de lo inevitable, que acaba sucediendo.
Pero termina cumpliéndose que: “por más que os esforcéis, no lograréis alargar vuestra vida ni un sólo instante”.
El libreto que firma el propio Shults, niega toda posible redención a los personajes (y para asegurarse se carga sin contemplaciones incluso al perro), abocándonos a un discurso enteramente nihilista que nos encierra en el bucle de la tragedia (esperemos que el apuntador tuviera un seguro de vida).
Ea, no toca otra que mentalizarse de que, ya sea con un fusil, o con un pasaporte, jamás hallaremos puerta, portón, verja o muro, y menos pintados con sangre de inocentes, que puedan contener el paso de lo que se nos venga encima desde el Averno.
El resto de personajes no goza ni mucho menos del dinamismo del joven; aparecen más como figuras estáticas que representan el contexto de las normas, de los verdugos, por un lado; y el de los excluídos, las víctimas, lo desconocido, por el otro. Que si bien harmonizan por un período, dando estabilidad y esperanza (el pequeño Andrew es esa figura de pura inocencia a la que Travis intentará apegarse, como no queriendo dar ese paso a la adultez que le espera). Con lo que los personajes adultos de esta película se antojan como fantoches, estatuas, o incluso amenazantes gárgolas. Petrificadas, ancladas en su sombría e impkacable zona de confort, prisioneros de su paranoia, sin ir más allá, del que no saben ni han visto nada en mucho tiempo, y así mismo es desde nuestras butacas.
La banda sonora de Brian McOmber, no pasa de ser un manto, una especie de esterilla sobre la que yace todo el proceso que se cuenta en “It Comes at Night”; nada más que sutil y sugerente, tenemos, si es que se le puede llamar así, un motivo principal consistente en un aciago acorde disonante que apenas despliega o arpegia, seguido de murmullantes y todavía menos definidos motivos que se suceden como un fondo de barro en el que todo se andará como marcha en terreno pantanoso.
Al final, el guión retoma la descarnada virulencia del principio. Firma y rubrica el metraje con una escena cuya violencia gratuita se torna cuasi pornográfica. Y el horror que causa aquello de lo que es capaz la persona motivada por pulsiones cainitas, queda bien representado no sólo en lo explícito de su conducta, sino en las oscuras motivaciones que puede tener Paul para matar a una família sin pestañear, aun sin quedar claro que fueron infectados, o simplemente se trata del fruto de viciadas y enfermizas elucubraciones; aun en el caso de que el contagio del pequeño Andrew fuera cierto, si cogen los bártulos y se van, ¿por qué no dejarles ir en vez de asesinarles, si de todos modos el peligro ya se ha consumado? Se vayan o mueran, eso no hacía variar que Travis también presuntamente acabe contaminado. He aquí pues una prueba de la intencionalidad del script de introducir un episodio de agresividad absurda y sin sentido…, con el que dar carpetazo al asunto. Con todos los números de ser también una denuncia de la naturaleza humana, de la que es propio destruir por destruir; o, simplemente para recrearse en la ficción de que esa “destrucción” o “eliminación” da el control sobre el medio, una salida de escape, una huida de lo inevitable, que acaba sucediendo.
Pero termina cumpliéndose que: “por más que os esforcéis, no lograréis alargar vuestra vida ni un sólo instante”.
El libreto que firma el propio Shults, niega toda posible redención a los personajes (y para asegurarse se carga sin contemplaciones incluso al perro), abocándonos a un discurso enteramente nihilista que nos encierra en el bucle de la tragedia (esperemos que el apuntador tuviera un seguro de vida).
Ea, no toca otra que mentalizarse de que, ya sea con un fusil, o con un pasaporte, jamás hallaremos puerta, portón, verja o muro, y menos pintados con sangre de inocentes, que puedan contener el paso de lo que se nos venga encima desde el Averno.