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Voto de Jordirozsa:
6
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8 de febrero de 2024
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es una película desechable al nivel que nos quieren hacer creer. Nicolas Cage ha sido un actor que ha demostrado adaptabilidad. Mejor dicho, se ha sabido adaptar a él una gran cantidad de temáticas y guiones (porque él es muy monotemático interpretativamente hablando) en películas como: «La roca» (1996), «Ojos de Serpiente» (1998), «Asesinato en 8 mm» (1999), «La mandolina del capitán Corelli» (2001), «Windtalkers» (2002), «La búsqueda»(2004, un reprint temático, americanizado y menos europeo que el código Da Vinci), «El señor de la guerra» (2005), «El motorista fantasma» (2007), «Señales del futuro» (2009),... sólo nos queda verle en una de romanos (si es que todavía alguien se atreve en esta empresa).
El «heroísmo trágico» que su figura, rostro y actuar transmiten invariablemente, es la prueba de este matiz: no es que Cage se amolde... «deja» que guiones, estilos y géneros se ajusten a ese monolitismo de su presencia. Su elección para el rol, independientemente de que él aceptase por cuestiones de falta de fisco, ya denota en la producción un cierto grado de pretensión publicitaria, así como el hecho de contar con un realizador experimentado como Uli Edel o un compositor ya con cierta solera para la partitura, como Joseph LoDuca.
También se cuenta con Sarah Wayne («The Walking Dead», «Prison Break»), popularizada por series de alto seguimiento, como para asegurar el enganche, en el difícil y políticamente incorrecto papel (dados los tiempos en los que andamos de feminismo recalcitrante y altamente politizado como instrumento de dominación de masas) de una madre (y esposa) resentida, que deja al marido en la estacada, culpándolo de la desaparición de Charlie, cuando es incapaz de admitir y asumir el correspondiente proceso de duelo por el incidente de la abducción del vástago. Elemento necesario de rigor, por otra parte, el de la separación, pues el guion requiere magnificar el sentimiento de soledad y desesperación de nuestro protagonista. El caso es que a la pava la veremos contadas veces ante la pantalla después de la desaparición del chiquillo, y por consiguiente de que haya mandado a paseo al maromo por su «irresponsabilidad» (ya bastante tenía el hombre), apareciendo ella ya cuando él le consigue convencer de la increíble realidad de la «bruja mala» que se lo quitó. No tiene fácil papeleta, pues, la Wayne. El caso es que el comportamiento de los personajes demuestra una relación de coherencia con el «script». De repente, el protagonista tiene que lidiar, con la abducción de su hijo, quien demuestra que le quiere y le necesita, la carga de la culpa por no dedicarle el tiempo que correspondería (debido a la dedicación a su trabajo como profesor); el abandono de Sarah y la «incompetencia» de la policía, en la persona del oficial que interpreta Lyriq Bent.
La banda sonora cuenta con una base de carácter sinfónico, lo cual ya es de aplaudir por la escasez de esta línea de composición en comparación con otras épocas. Y difícil de trabajar en las de terror. Hay que tener un especial don en saber trasladar el horror a un pentagrama. LoDuca echa mano de los componentes electrónicos, principalmente en el esbozo de las escenas más ominosas, y siempre con elementos rítmicos y completamente atonales, como para contribuir a dar ritmo interno a la narración. Más efímeros, pero sutiles, íntimos y tiernos son aquellos puntos en los que se dejan asomar los sentimientos más íntimos de amor paternal, empañado de añoranza.
Una pieza que no destaca como memorable, carente de «leitmotifs» claros, que busca más expresar sentimientos y estados emocionales, y que, por lo tanto, acompaña el desarrollo narrativo sin pretender estar por encima de nada ni de nadie.
La dirección de fotografía de Sharon Meir, algo eclipsado por la producción de los efectos especiales (tanto analógicos como digitales, quizás la parte técnica más mediocrilla en términos de originalidad y creatividad, pero no por esto carentes de eficiencia), puede ser tan harto trabajado, como modesto en su resultado. Pero consigue con éxito el imperio de la penumbra, incluso cuando ésta planea en el plano psicológico perceptivo en escenas diurnas en las que aparentemente domina físicamente la luz. Consigue un interesante contraste en la superficie visual, pero logra un continuo de oscuridad en lo más profundo, en el nivel de dar significado a lo que percibiremos. Ello, bien envuelto bajo un eficaz manto aplicado por el diseño de una ambientación, que atrapa fascinantemente el ambiente urbanita de un Nueva York, una de las ciudades más bulliciosas y vivas del mundo, despojándolo de esa vida, y coloreándolo de la punzante y dolorosa experiencia de desesperación, soledad, tristeza y terror que vivirán los personajes. No sólo con la aparición de los «buitres digitales», hechos con desgana por los responsables de los CGI (así como el propio fantasma de la bruja, y todo su escenario, cuando éste se nos abra a los ojos en la fase del trepidante desenlace, a lo «parque temático»), sinó por la capacidad de generar un sobrecogedor lienzo con los colores, los encuadres y las texturas. Un curioso retrato de un Nueva York, con desfile de disfraces del «haluoin» ese, que le da a esta pintura de la «gran manzana» un aire «tope baton-rougiano», como si la evocación al folklore Louisiano fuera para potenciar el sabor de lo oculto y de la brujería en la atmósfera que se quiere crear. Un destello de originalidad. La elegancia de este trabajo del diseño de producción y de la cinematografía, contrasta con la menos trabajada sección de los efectos, cuyos pegotes no impiden admirar la labor de Meir.
Como otras miles de producciones, sean de la categoría que sean, sin importar la época ni los mortadelos asignados al gasto de las tales, la trama bebe de ese sustrato cultural con toques sincréticos del que hablamos: una historia de espíritus vengativos, que viene de un horror ancestral; niños victimizados por este mal que todavía flota en forma de maldición,
El «heroísmo trágico» que su figura, rostro y actuar transmiten invariablemente, es la prueba de este matiz: no es que Cage se amolde... «deja» que guiones, estilos y géneros se ajusten a ese monolitismo de su presencia. Su elección para el rol, independientemente de que él aceptase por cuestiones de falta de fisco, ya denota en la producción un cierto grado de pretensión publicitaria, así como el hecho de contar con un realizador experimentado como Uli Edel o un compositor ya con cierta solera para la partitura, como Joseph LoDuca.
También se cuenta con Sarah Wayne («The Walking Dead», «Prison Break»), popularizada por series de alto seguimiento, como para asegurar el enganche, en el difícil y políticamente incorrecto papel (dados los tiempos en los que andamos de feminismo recalcitrante y altamente politizado como instrumento de dominación de masas) de una madre (y esposa) resentida, que deja al marido en la estacada, culpándolo de la desaparición de Charlie, cuando es incapaz de admitir y asumir el correspondiente proceso de duelo por el incidente de la abducción del vástago. Elemento necesario de rigor, por otra parte, el de la separación, pues el guion requiere magnificar el sentimiento de soledad y desesperación de nuestro protagonista. El caso es que a la pava la veremos contadas veces ante la pantalla después de la desaparición del chiquillo, y por consiguiente de que haya mandado a paseo al maromo por su «irresponsabilidad» (ya bastante tenía el hombre), apareciendo ella ya cuando él le consigue convencer de la increíble realidad de la «bruja mala» que se lo quitó. No tiene fácil papeleta, pues, la Wayne. El caso es que el comportamiento de los personajes demuestra una relación de coherencia con el «script». De repente, el protagonista tiene que lidiar, con la abducción de su hijo, quien demuestra que le quiere y le necesita, la carga de la culpa por no dedicarle el tiempo que correspondería (debido a la dedicación a su trabajo como profesor); el abandono de Sarah y la «incompetencia» de la policía, en la persona del oficial que interpreta Lyriq Bent.
La banda sonora cuenta con una base de carácter sinfónico, lo cual ya es de aplaudir por la escasez de esta línea de composición en comparación con otras épocas. Y difícil de trabajar en las de terror. Hay que tener un especial don en saber trasladar el horror a un pentagrama. LoDuca echa mano de los componentes electrónicos, principalmente en el esbozo de las escenas más ominosas, y siempre con elementos rítmicos y completamente atonales, como para contribuir a dar ritmo interno a la narración. Más efímeros, pero sutiles, íntimos y tiernos son aquellos puntos en los que se dejan asomar los sentimientos más íntimos de amor paternal, empañado de añoranza.
Una pieza que no destaca como memorable, carente de «leitmotifs» claros, que busca más expresar sentimientos y estados emocionales, y que, por lo tanto, acompaña el desarrollo narrativo sin pretender estar por encima de nada ni de nadie.
La dirección de fotografía de Sharon Meir, algo eclipsado por la producción de los efectos especiales (tanto analógicos como digitales, quizás la parte técnica más mediocrilla en términos de originalidad y creatividad, pero no por esto carentes de eficiencia), puede ser tan harto trabajado, como modesto en su resultado. Pero consigue con éxito el imperio de la penumbra, incluso cuando ésta planea en el plano psicológico perceptivo en escenas diurnas en las que aparentemente domina físicamente la luz. Consigue un interesante contraste en la superficie visual, pero logra un continuo de oscuridad en lo más profundo, en el nivel de dar significado a lo que percibiremos. Ello, bien envuelto bajo un eficaz manto aplicado por el diseño de una ambientación, que atrapa fascinantemente el ambiente urbanita de un Nueva York, una de las ciudades más bulliciosas y vivas del mundo, despojándolo de esa vida, y coloreándolo de la punzante y dolorosa experiencia de desesperación, soledad, tristeza y terror que vivirán los personajes. No sólo con la aparición de los «buitres digitales», hechos con desgana por los responsables de los CGI (así como el propio fantasma de la bruja, y todo su escenario, cuando éste se nos abra a los ojos en la fase del trepidante desenlace, a lo «parque temático»), sinó por la capacidad de generar un sobrecogedor lienzo con los colores, los encuadres y las texturas. Un curioso retrato de un Nueva York, con desfile de disfraces del «haluoin» ese, que le da a esta pintura de la «gran manzana» un aire «tope baton-rougiano», como si la evocación al folklore Louisiano fuera para potenciar el sabor de lo oculto y de la brujería en la atmósfera que se quiere crear. Un destello de originalidad. La elegancia de este trabajo del diseño de producción y de la cinematografía, contrasta con la menos trabajada sección de los efectos, cuyos pegotes no impiden admirar la labor de Meir.
Como otras miles de producciones, sean de la categoría que sean, sin importar la época ni los mortadelos asignados al gasto de las tales, la trama bebe de ese sustrato cultural con toques sincréticos del que hablamos: una historia de espíritus vengativos, que viene de un horror ancestral; niños victimizados por este mal que todavía flota en forma de maldición,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
y un héroe que tiene que luchar para la salvación de su vástago ante el abandono del resto de sus seres queridos, que le repudian por considerarle responsable, y de la inacción o impotencia de los poderes de la «justicia terrenal», incapaces de neutralizar la amenaza existente. Algo elemental en muhos cuentos de la tradición oral.
El guion es sólido. Se diferencian claramente tres segmentos; en el primero se retrata diáfanamente a los personajes de la familia protagonista, y se dibuja lo suficiente su vida para entender el contexto del que partimos. Un arco central, en el que lo más terrorífico se alea (sino, por decir, diluye), en el dramatismo del personaje de Cage. Y un tramo final, en el que todo ese aire más centrado desde la óptica emocional de los protas, pasa a un castillo de fuegos artificiales que monta Udel, de acción fantástica, propia de parque temático, en plan «aventura familiar», derroche de efectos propios de un juego de la «play-station» y un despiporre de acontecimientos que rompen con lo que hasta el momento se había asimilado como creíble, tras la elegante cortina de la insinuación y el simbolismo (manchada por los dichosos buitres en CGI), causando algo de deshinchamiento en la tensión, expectativas y resto de bollo que se había montado el espectador.
Esta es una de las cagadas que Edel comete. Esta deriva temática, no me extrañaría que fuese una imposición comercialista con respecto a los «ranks» de edades, siempre tan aguafiestas como los «porculeros» buitres CGI (vuelvo a mencionarlos, porque son auténticas manchas visuales en un trabajo que podría haber sido perfecto).
¿Qué puede pasar con esto? Pues fácil... que el espectador, gozando de algo más profunda y trabajadamente a nivel dramático y emocional se quede en plan... «vale, pues bueno... oído cocina»..., y que los que valoran por encima de todo el susto barato y la acción palomitera, rajen del tema porque «no pasa nada» hasta el final.
No hay más cera que la que arde, pero hay un riesgo muy alto de salir mal parado de la tecla del comentarista aficionado y del crítico profesional, cuando se hacen estos virajes de algo más «indie», para injertar estrategias con las que engordar la taquilla porque el Sr. Cage (comprensible) y otras cosas, hayan costado un ojo de la cara.
Otra metedura de pata es el esfuerzo casi infantil de caracterización de un Cage que, por su imponente presencia ante la cámara, no necesitaría casi ni maquillaje. Cierto que ya tenía sus 61 tacos en el momento, pero acaso es una deshonra ser padre de un «churumbo» de apenas 10 veranos, a esa edad? De la forma en la que me lo presentan, queda cargado de un postizo, como si estuviera arrastrando bolas de plomo en su interpretación. Como padre sexagenario, su personaje habría sido más auténtico, y más comprensibles y justificadas algunas de sus reacciones.
Son, entonces, ese abrupto cambio de rumbo temático en el desenlace, y el volumen de artificio en el personaje de Cage, lo que «pica» y da un sabor raro a este que tendría que haber sido un muy buen vino en mi bodega del terror.
Edel quiere abarcar demasiada audiencia diana, y ya saben ustedes lo que dice el refrán ese de «abarcar»... Habrían salido ganando, elaborando igualmente lo de la abducción de Charlie, en plan «thriller» igualmente, a manos de un asesino en serie (por lo que pretende ser y comunicar la película). Igualmente habría habido un reclamo emocional irresistible, pues cuando se trata de victimización de críos, la cosa tira sola, y si mucho me apuran, darle el toque de terror con el tema de alguna secta satánica o algún rollo de estos como elemento circunstancial, que no es otra cosa el espíritu de la bruja que sale ahí.
Pero en fin, había una vez una ranita que se llamaba Uli Edel, que quiso ser como una vaca llamada James Wan, y se quiso disfrazar de ella... pero sólo consiguió parecerse a... un jodido buitre hecho con CGI, apostado en un rascacielos. Así Edel paga factura, con IVA incluído.
El guion es sólido. Se diferencian claramente tres segmentos; en el primero se retrata diáfanamente a los personajes de la familia protagonista, y se dibuja lo suficiente su vida para entender el contexto del que partimos. Un arco central, en el que lo más terrorífico se alea (sino, por decir, diluye), en el dramatismo del personaje de Cage. Y un tramo final, en el que todo ese aire más centrado desde la óptica emocional de los protas, pasa a un castillo de fuegos artificiales que monta Udel, de acción fantástica, propia de parque temático, en plan «aventura familiar», derroche de efectos propios de un juego de la «play-station» y un despiporre de acontecimientos que rompen con lo que hasta el momento se había asimilado como creíble, tras la elegante cortina de la insinuación y el simbolismo (manchada por los dichosos buitres en CGI), causando algo de deshinchamiento en la tensión, expectativas y resto de bollo que se había montado el espectador.
Esta es una de las cagadas que Edel comete. Esta deriva temática, no me extrañaría que fuese una imposición comercialista con respecto a los «ranks» de edades, siempre tan aguafiestas como los «porculeros» buitres CGI (vuelvo a mencionarlos, porque son auténticas manchas visuales en un trabajo que podría haber sido perfecto).
¿Qué puede pasar con esto? Pues fácil... que el espectador, gozando de algo más profunda y trabajadamente a nivel dramático y emocional se quede en plan... «vale, pues bueno... oído cocina»..., y que los que valoran por encima de todo el susto barato y la acción palomitera, rajen del tema porque «no pasa nada» hasta el final.
No hay más cera que la que arde, pero hay un riesgo muy alto de salir mal parado de la tecla del comentarista aficionado y del crítico profesional, cuando se hacen estos virajes de algo más «indie», para injertar estrategias con las que engordar la taquilla porque el Sr. Cage (comprensible) y otras cosas, hayan costado un ojo de la cara.
Otra metedura de pata es el esfuerzo casi infantil de caracterización de un Cage que, por su imponente presencia ante la cámara, no necesitaría casi ni maquillaje. Cierto que ya tenía sus 61 tacos en el momento, pero acaso es una deshonra ser padre de un «churumbo» de apenas 10 veranos, a esa edad? De la forma en la que me lo presentan, queda cargado de un postizo, como si estuviera arrastrando bolas de plomo en su interpretación. Como padre sexagenario, su personaje habría sido más auténtico, y más comprensibles y justificadas algunas de sus reacciones.
Son, entonces, ese abrupto cambio de rumbo temático en el desenlace, y el volumen de artificio en el personaje de Cage, lo que «pica» y da un sabor raro a este que tendría que haber sido un muy buen vino en mi bodega del terror.
Edel quiere abarcar demasiada audiencia diana, y ya saben ustedes lo que dice el refrán ese de «abarcar»... Habrían salido ganando, elaborando igualmente lo de la abducción de Charlie, en plan «thriller» igualmente, a manos de un asesino en serie (por lo que pretende ser y comunicar la película). Igualmente habría habido un reclamo emocional irresistible, pues cuando se trata de victimización de críos, la cosa tira sola, y si mucho me apuran, darle el toque de terror con el tema de alguna secta satánica o algún rollo de estos como elemento circunstancial, que no es otra cosa el espíritu de la bruja que sale ahí.
Pero en fin, había una vez una ranita que se llamaba Uli Edel, que quiso ser como una vaca llamada James Wan, y se quiso disfrazar de ella... pero sólo consiguió parecerse a... un jodido buitre hecho con CGI, apostado en un rascacielos. Así Edel paga factura, con IVA incluído.