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Voto de Jordirozsa:
8
5,6
8.845
Terror. Thriller
Narra la historia de una joven escritora que se quedó sorda en su adolescencia y vive aislada en una casa en medio del bosque. Una noche comienza a ser acosada por un misterioso hombre enmascarado, sin la posibilidad de pedir ayuda, por lo que tendrá que ingeniárselas para salir airosa de su acosador. (FILMAFFINITY)
1 de mayo de 2021
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bién otras películas de Mike Flanagan, como «Ouija: El Origen del Mal» (2016), «Dr.Sleep» (2019), o las series «The Haunting of Hill House» (2018) y «The Haunting of Bly Manor» (2020), dejan un resultado algo dudoso en su realización, esta cinta es mucho más eficaz, eficiente y, ¿por qué no decirlo?, efectista.
Sin duda alguna, consigue su principal objetivo, de mantenernos en vilo durante prácticamente la totalidad de la escasa hora y media de su duración. Y lo hace sin la mitad de recursos con los que han contado otras producciones de similiar argumento.
En el justo tiempo, y en una escenografía casi teatral, que se reduce al interior de la casa de la protagonista y su oscuro entorno inmediato, rodeado de un bosque insondable, del que no se nos dice qué hay más allá: ni donde se ubica exactamente en la geografía, cuál es la localidad más próxima... ni la distancia a la que se puede encontrar un ser viviente, a parte del temible adversario que acecha para acabar con la vida de la joven escritora.
El encuadre de la historia en un espacio tan reducido, que ni siquiera se puede ensanchar con el vehículo aparcado delante de la vivienda, porque el asesino ha rajado sus cuatro ruedas; y una trama simple, contada casi a tiempo real, augmentan la presión de la olla, acelerando sostenidamente el cocido que nos sirve.
Aunque haya momentos en los que parezca que la acción se ralentiza, ni que sea para que el espectador pueda retomar el aliento, en sintonía con el personaje de Kate Siegel, esta tan modesta como bien lograda producción, requiere ser vista con las uñas cortadas (las de los piés también).
La fotografía nos deja bastante a oscuras en momentos cruciales, en los que uno acaba bastante mareado. A este aturdimiento también contribuyen algunas idas de pinza de la cámara.
La banda sonora, realmente mala, por lo menos pasa lo suficientemente desapercibida para no molestar; en parte, porque la acción absorbe la casi totalidad de nuestras facultades perceptivas. Tal vez una mejor y más presente partitura habría concedido una mayor intensidad al ritmo narrativo. Sin embargo, el director prefiere hacer uso del silencio para estremecernos.
Con unos diálogos reducidos casi a la mínima expresión, el guión cede la palabra al locuaz dramatismo de la imagen, cosida y bordada por un montaje no menos importante en la misión conjunta de imprimir desasosiego hasta el último minuto del metraje. Lo que hablan los personajes se reduce, casi, a la conversación entre Maddie y Sarah (una amiga suya) complementada con el lenguaje de signos que ésta muestra estar aprendiendo, en su manifiesta pero simpática torpeza; en esta escena, la única rodada bajo la luz diurna, ya en declive, queda acotada una presentación que no se anda con remilgos, y que Flanagan corta por lo sano, por mano del cuchillo del asesino, en cebarse éste con su primera víctima.
El otro momento en el que tenemos un significativo intercambio de frases, es el encuentro en el porche de la casa, entre el psicópata y el novio de Sarah, que aparece para averiguar lo que ocurre, en no saber nada de las dos mozas. Momento que abre la puerta hacia tramo final de la película; lo cual queda revelado en la convencida y tajante sentencia del criminal: «let’s get this over with» («terminemos con ésto»), mientras el gato de Maddie se escabulle de la casa como diciendo: «a mi que no me metan en líos, que los denuncio a la Protectora».
Asi, pues, es toda la paralingüística, incluída la del escurridizo felino, con toda su carga expresiva, la que se encarga de desplegar la trama, estando los diálogos ubicados prácticamente como delimitadores de las dos o tres únicas escenas en las que se divide.
No repara en cuchilladas, disparos de ballesta, golpes, porrazos y caídas. En cambio, en ningún momento parece ultrapasar el umbral de aparatosidad, ni las dosis de hemoglobina, que en la oscura atmósfera nocturna no satura nuestra retina de rojo en exceso. La descarnada violencia que se desata, se mantiene en un nivel aceptable, y a la vez inquietante, de realismo.
Ya sea a posta, para no eclipsar el brillo de la Siegel, o porque John Gallagher, Jr. no da más de sí, el peso interpretativo del dúo que forman ambos antagonistas recae indiscutiblemente sobre la actriz, que también aparece como firmante del guión, con lo que me inclino más por la primera opción (no sería la primera vez que un actor tiene que reprimir su talento en favor de la estrella oficial del film).
En lo que se refiere a los papeles de Samantha Sloyan (Sarah) y de Michael Trucco (John, el novio de ésta), así como la fugaz aparición online de Emma Graves (Max), no van más allá de percha para los giros que empleará Flanagan en el desarrollo de la historia.
Sería erróneo limitarse a atribuir un cliché sobreexplotado al argumento. Todas las películas se basan en uno, ya sea cinematográfico o literario; o incluso prestado de otra disciplina artística (música, pintura, danza... ). Cierto que hemos sido testigos de otras cintas memorables, algunas de culto, en las que un psicópata despiadado se divierte con sus presas, y que éstas tengan algún tipo de diversidad funcional sensorial (ceguera, sordez.. ) o motriz, le confiere al «malo» un carácter todavía mas ruin y salvaje, cuando no ya, además, posee atributos que rayan lo sobrenatural (como es el caso de Michael Myers, en la saga de «Halloween»).
En el caso de «Hush», tenemos algún aspecto que la hace diferente de aquéllas a las que se pueda asemejar, y en el que quizás no se repara a primera vista.
Sin duda alguna, consigue su principal objetivo, de mantenernos en vilo durante prácticamente la totalidad de la escasa hora y media de su duración. Y lo hace sin la mitad de recursos con los que han contado otras producciones de similiar argumento.
En el justo tiempo, y en una escenografía casi teatral, que se reduce al interior de la casa de la protagonista y su oscuro entorno inmediato, rodeado de un bosque insondable, del que no se nos dice qué hay más allá: ni donde se ubica exactamente en la geografía, cuál es la localidad más próxima... ni la distancia a la que se puede encontrar un ser viviente, a parte del temible adversario que acecha para acabar con la vida de la joven escritora.
El encuadre de la historia en un espacio tan reducido, que ni siquiera se puede ensanchar con el vehículo aparcado delante de la vivienda, porque el asesino ha rajado sus cuatro ruedas; y una trama simple, contada casi a tiempo real, augmentan la presión de la olla, acelerando sostenidamente el cocido que nos sirve.
Aunque haya momentos en los que parezca que la acción se ralentiza, ni que sea para que el espectador pueda retomar el aliento, en sintonía con el personaje de Kate Siegel, esta tan modesta como bien lograda producción, requiere ser vista con las uñas cortadas (las de los piés también).
La fotografía nos deja bastante a oscuras en momentos cruciales, en los que uno acaba bastante mareado. A este aturdimiento también contribuyen algunas idas de pinza de la cámara.
La banda sonora, realmente mala, por lo menos pasa lo suficientemente desapercibida para no molestar; en parte, porque la acción absorbe la casi totalidad de nuestras facultades perceptivas. Tal vez una mejor y más presente partitura habría concedido una mayor intensidad al ritmo narrativo. Sin embargo, el director prefiere hacer uso del silencio para estremecernos.
Con unos diálogos reducidos casi a la mínima expresión, el guión cede la palabra al locuaz dramatismo de la imagen, cosida y bordada por un montaje no menos importante en la misión conjunta de imprimir desasosiego hasta el último minuto del metraje. Lo que hablan los personajes se reduce, casi, a la conversación entre Maddie y Sarah (una amiga suya) complementada con el lenguaje de signos que ésta muestra estar aprendiendo, en su manifiesta pero simpática torpeza; en esta escena, la única rodada bajo la luz diurna, ya en declive, queda acotada una presentación que no se anda con remilgos, y que Flanagan corta por lo sano, por mano del cuchillo del asesino, en cebarse éste con su primera víctima.
El otro momento en el que tenemos un significativo intercambio de frases, es el encuentro en el porche de la casa, entre el psicópata y el novio de Sarah, que aparece para averiguar lo que ocurre, en no saber nada de las dos mozas. Momento que abre la puerta hacia tramo final de la película; lo cual queda revelado en la convencida y tajante sentencia del criminal: «let’s get this over with» («terminemos con ésto»), mientras el gato de Maddie se escabulle de la casa como diciendo: «a mi que no me metan en líos, que los denuncio a la Protectora».
Asi, pues, es toda la paralingüística, incluída la del escurridizo felino, con toda su carga expresiva, la que se encarga de desplegar la trama, estando los diálogos ubicados prácticamente como delimitadores de las dos o tres únicas escenas en las que se divide.
No repara en cuchilladas, disparos de ballesta, golpes, porrazos y caídas. En cambio, en ningún momento parece ultrapasar el umbral de aparatosidad, ni las dosis de hemoglobina, que en la oscura atmósfera nocturna no satura nuestra retina de rojo en exceso. La descarnada violencia que se desata, se mantiene en un nivel aceptable, y a la vez inquietante, de realismo.
Ya sea a posta, para no eclipsar el brillo de la Siegel, o porque John Gallagher, Jr. no da más de sí, el peso interpretativo del dúo que forman ambos antagonistas recae indiscutiblemente sobre la actriz, que también aparece como firmante del guión, con lo que me inclino más por la primera opción (no sería la primera vez que un actor tiene que reprimir su talento en favor de la estrella oficial del film).
En lo que se refiere a los papeles de Samantha Sloyan (Sarah) y de Michael Trucco (John, el novio de ésta), así como la fugaz aparición online de Emma Graves (Max), no van más allá de percha para los giros que empleará Flanagan en el desarrollo de la historia.
Sería erróneo limitarse a atribuir un cliché sobreexplotado al argumento. Todas las películas se basan en uno, ya sea cinematográfico o literario; o incluso prestado de otra disciplina artística (música, pintura, danza... ). Cierto que hemos sido testigos de otras cintas memorables, algunas de culto, en las que un psicópata despiadado se divierte con sus presas, y que éstas tengan algún tipo de diversidad funcional sensorial (ceguera, sordez.. ) o motriz, le confiere al «malo» un carácter todavía mas ruin y salvaje, cuando no ya, además, posee atributos que rayan lo sobrenatural (como es el caso de Michael Myers, en la saga de «Halloween»).
En el caso de «Hush», tenemos algún aspecto que la hace diferente de aquéllas a las que se pueda asemejar, y en el que quizás no se repara a primera vista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Si nos paramos a observar el rol de cada uno de los personajes, nos daremos cuenta de que las «víctimas», en el sentido estricto de la palabra, únicamente son Sarah y su novio.
Ambos sólo aparecen como excusa o pretexto para marcar la dirección de los acontecimientos, en dos de los puntos álgidos de la película: el fin de la presentación, y el pasillo al desenlace. Personajes, esos, que acaban apuñalados, la primera al servicio de la exhibición del poder asesino del «hombre de negro», y el otro por estar donde no debía, en el momento en el que no debía.
La esperanza de Maddie se desvanece cuando aquél al que atribuímos el papel de rescatador, un tío como un armario, que hace cuatro como el psicópata (ya lo dice éste con sorna «una lucha desigual»), acaba en el suelo desangrado, no sin presentar denodada pelea.
En el caso de «Hush», no asistimos al acoso de una persona desvalida, por parte de un sanguinario sin identidad alguna, al que no vemos la cara en ningún momento, y que al final es salvada por un héroe (el amante, el policía, u otro de turno, con legitimidad y herramientas para cargarse al monstruo); el nocturno cazador, si bién lleva una máscara, que por sus características no deja de ser símbolo de la absoluta despersonalización, en un momento dado y para sorpresa de todos, se la quita: da la cara. Así se presenta, así desafía; así arroja el guante.
Es entonces cuando uno se da cuenta de que asistimos, no al proceso de persecución y tortura que un sádico le inflige a una pobre dama, sinó a un auténtico duelo, no menos angustiante y truculento.
El momento de desaparición de la máscara, fija el punto de inflexión: el temible y perverso hombre ya no parece tan anónimo, indestructible e impune.
Por otro lado, el guión busca desde el principio que nos identifiquemos con Maddie, en pro de su condición, de su posición social como escritora de éxito, y de su personalidad: inteligente, y a la vez humana, con sus cualidades y sus meteduras de pata (se le quema la cena).
Para reforzar este estatus de sintonía del espectador con la protagonista, Flanagan nos traslada al plano diegético de la narración, con algunas secuencias en las que impera el más absoluto silencio, poniéndonos en el lugar de la chica.
Desde el momento en el que es consciente de que intentar huir, es lanzarse a una muerte segura, se empodera y decide plantar cara. Trasladen la médula del argumento a una aldea del «Far West», o a un castillo del medioevo, donde los asediados se parapetan del enemigo en heroica resistencia.
Ella, sin poder oír; él, a oscuras. Progresivamente, se produce una metamorfosis por la que Maddie se va envalentonando, y el atacante va perdiendo la infalibilidad y la confianza en su superioridad. La faena no es tan sencilla como le parecía (lo cual le cabrea un montón).
En vano esperamos al Séptimo de Caballería. Cuando las cosas parecen complicarse para el asaltante con la llegada de John, todo da un vuelco al perecer éste, y los duelistas se ponen al límite en un último trance de tensión. Para Maddie, se trata de matar, morir o, tal vez, morir matando.
No hay reposo, no hay paz, no hay tranquilidad a la luz lejana de los coches patrulla de la policía, hasta que, a punto de que se nos corte la respiración, al tiempo que Maddie está siendo estrangulada, le vemos agarrar el destornillador y clavarlo al cuello del invasor, con la misma fuerza que apretamos los dientes, haciendo nuestro tal derroche de violencia, justificada por el instinto de supervivencia.
Pasado el peligro, sale el gato de su escondite, para celebrarlo con su dueña. Curioso intercambio de papeles: el asesino que quería jugar al gato y al ratón con Maddie, acaba siendo el ratón cazado, y el gato aparece al final como el dueño, orgulloso de la hazaña de su mascota.
Ambos sólo aparecen como excusa o pretexto para marcar la dirección de los acontecimientos, en dos de los puntos álgidos de la película: el fin de la presentación, y el pasillo al desenlace. Personajes, esos, que acaban apuñalados, la primera al servicio de la exhibición del poder asesino del «hombre de negro», y el otro por estar donde no debía, en el momento en el que no debía.
La esperanza de Maddie se desvanece cuando aquél al que atribuímos el papel de rescatador, un tío como un armario, que hace cuatro como el psicópata (ya lo dice éste con sorna «una lucha desigual»), acaba en el suelo desangrado, no sin presentar denodada pelea.
En el caso de «Hush», no asistimos al acoso de una persona desvalida, por parte de un sanguinario sin identidad alguna, al que no vemos la cara en ningún momento, y que al final es salvada por un héroe (el amante, el policía, u otro de turno, con legitimidad y herramientas para cargarse al monstruo); el nocturno cazador, si bién lleva una máscara, que por sus características no deja de ser símbolo de la absoluta despersonalización, en un momento dado y para sorpresa de todos, se la quita: da la cara. Así se presenta, así desafía; así arroja el guante.
Es entonces cuando uno se da cuenta de que asistimos, no al proceso de persecución y tortura que un sádico le inflige a una pobre dama, sinó a un auténtico duelo, no menos angustiante y truculento.
El momento de desaparición de la máscara, fija el punto de inflexión: el temible y perverso hombre ya no parece tan anónimo, indestructible e impune.
Por otro lado, el guión busca desde el principio que nos identifiquemos con Maddie, en pro de su condición, de su posición social como escritora de éxito, y de su personalidad: inteligente, y a la vez humana, con sus cualidades y sus meteduras de pata (se le quema la cena).
Para reforzar este estatus de sintonía del espectador con la protagonista, Flanagan nos traslada al plano diegético de la narración, con algunas secuencias en las que impera el más absoluto silencio, poniéndonos en el lugar de la chica.
Desde el momento en el que es consciente de que intentar huir, es lanzarse a una muerte segura, se empodera y decide plantar cara. Trasladen la médula del argumento a una aldea del «Far West», o a un castillo del medioevo, donde los asediados se parapetan del enemigo en heroica resistencia.
Ella, sin poder oír; él, a oscuras. Progresivamente, se produce una metamorfosis por la que Maddie se va envalentonando, y el atacante va perdiendo la infalibilidad y la confianza en su superioridad. La faena no es tan sencilla como le parecía (lo cual le cabrea un montón).
En vano esperamos al Séptimo de Caballería. Cuando las cosas parecen complicarse para el asaltante con la llegada de John, todo da un vuelco al perecer éste, y los duelistas se ponen al límite en un último trance de tensión. Para Maddie, se trata de matar, morir o, tal vez, morir matando.
No hay reposo, no hay paz, no hay tranquilidad a la luz lejana de los coches patrulla de la policía, hasta que, a punto de que se nos corte la respiración, al tiempo que Maddie está siendo estrangulada, le vemos agarrar el destornillador y clavarlo al cuello del invasor, con la misma fuerza que apretamos los dientes, haciendo nuestro tal derroche de violencia, justificada por el instinto de supervivencia.
Pasado el peligro, sale el gato de su escondite, para celebrarlo con su dueña. Curioso intercambio de papeles: el asesino que quería jugar al gato y al ratón con Maddie, acaba siendo el ratón cazado, y el gato aparece al final como el dueño, orgulloso de la hazaña de su mascota.