Si el reconocimiento y popularidad de Woody Allen llegó con esa extraordinaria película que es “Annie Hall”, algo antes de ese éxito, podemos señalar que ya Allen había alcanzado su estilo propio y su manera de hacer cine, que no abandonaría en lo sucesivo.

A mi juicio esa película es “La última noche de Boris Grushenko”, lo anterior de Allen, en general no está mal, pero no es tan plenamente suyo, son casi todo creaciones compartidas con otros, guiones conjuntos, bastantes imposiciones de productores, y aunque su sello es inconfundible, yo no hablaría de un producto completamente made in Woody Allen hasta esta película.

Aquí se encuentra a sus anchas, muy cómodo dando rienda suelta a sus obsesiones, en una etapa de claro crecimiento personal y artístico, y aunque no sea quizá una película del todo madura, es decir perfecta, es lo suficientemente atractiva como para ser exhibida en cualquier retrospectiva que se precie de uno de los directores claves de la historia del cine.

Es una película bastante avanzada para su tiempo, quizá demasiado, lo cuál no siempre es una ventaja, está repleta de guiños a la literatura rusa del siglo XIX que tanto le apasiona a Allen, y de homenajes a los que hicieron grande al cine como el que brinda a los Hermanos Marx.

Francamente buena la química entre Diane Keaton y Allen, la Keaton es una de sus parejas cinematográficas que más cercana se encuentra de dar réplica al nivel intelectual del genio neoyorquino.

En el debe de la película hay que hablar, como siempre pasa cuando vas a ritmo de gags, de irregularidad, los tienes sublimes y tienes otros bastante discutibles o incluso casi ridículos, y es que el guión abarca demasiadas cosas y no se centra en nada, es un largometraje que todo se resuelve a ritmo de cortometraje, y los tiempos en contar o explicar algo son tan importantes como las elipsis en una narración. Allen aprendería esto que digo magistralmente muy poco después.