Muchas de las películas colombianas recientes, de un cine que viene en creciente cosecha, tienen como tema el conflicto armado, la guerra cruenta que se ha vivido en ciudades y campos del país. Pero bien es sabido que la forma de manejar los asuntos puede hacer que estos sean realmente impactantes y que no se queden alineados en las influencias del cine que solo pretende contar las cosas entre "buenos" y "malos". Aquí, en Los colores de la montaña, el enfoque cambia radicalmente: nos encontramos con los niños como protagonistas de una guerra que están lejos de entender y que, sin embargo, miran sin ninguna ingenuidad.
Nos encontramos con el juego y la educación como espacios en los que se desarrolla la vida de estos niños campesinos: Manuel, Julián y Genaro "Pocaluz" vienen a ser el trío de extraños amigos que solo quieren hacer la treinta y una y dibujar en las clases de matemáticas. Pero a sus padres les llega la guerra, los buscan, los asedian, les reclaman sus partidismos o su apatía. No hay mucho que hacer: por donde se le vea, la guerra va a atravesar las puertas de la casa, la escuela, el campo de fútbol, y llegará, si es del caso, hasta el mismo baño para sacarte del sombrero.
Notable ejercicio de realización poética en el que los niños se echan al hombro una película que con otros protagonistas se hubiera ido a la zanja por la misma necesidad de candor que expone la historia.
Hay que verla, hay que sentirla, hay que reírla y llorarla.