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Bélico. Drama
En los últimos momentos de la II Guerra Mundial, en plena caída del III Reich, Willi Herold, un soldado desertor de 19 años, andrajoso y hambriento, encuentra un uniforme de un capitán nazi. Haciéndose pasar por un oficial, Herold comenzará a transformarse usando la autoridad que le proporciona su nueva identidad, revelando la monstruosa esencia de aquellos de los que trata de escapar. (FILMAFFINITY)
13 de marzo de 2019
18 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lejos del complaciente relato del nazismo que suele ofrecer el cine, El Capitán articula una visión del mismo que tras su aparente sencillez resulta ser inusitadamente profunda: aquí los nazis no son un bloque prácticamente homogéneo ni un simple atajo de fanáticos que de la noche a la mañana enloquecieron; no hay lugar para la épica, los buenos, los malos o los locos; no hay redención, victoria o libertad. La Odisea de El Capitán no es más que un retrato de los Procesos que permitieron florecer al nazismo y de las personas que se vieron arrastradas por él.
El Holocausto no fue un accidente, fue la Consecuencia Lógica de los Procesos que se habían puesto en marcha durante la revolución industrial; procesos que tras varias mutaciones operan ahora con mayor fuerza que entonces. En él se muestra la faz de nuestra civilización con tan diáfana claridad que lo único que hemos podido hacer desde entonces, especialmente el cine y la televisión, es renegar de aquello como si nada tuviera nada que ver con nosotros, desentendiéndonos de cualquier análisis para no tener que examinar con detalle las causas, para no tener que reconocer que nosotros también somos así, para permitir que todo pudiera seguir más o menos igual. El Capitán, tras su inocente disfraz de fábula (y casi de parábola), supone un acercamiento desprovisto de cualquier tipo de ingenuidad a algunos de los procesos que de un modo u otro convergen y cristalizan en la construcción de los campos de concentración o la puesta en marcha de la Solución Final.
No es fácil matar tanto tan rápido. Lograrlo fue toda una proeza técnica. La causa eficiente fue la escisión entre razón crítica y razón instrumental durante el proceso de industrialización: el campo de concentración, como el nazismo, el estalinismo o el gulag, solo pueden germinar cuando se inserta la lógica industrial (con su pensamiento lógico-racional) dentro de la esfera social; por ejemplo: aniquilar al mayor número de sujetos de la manera más eficiente posible. Figuras claves aquí son los ingenieros que tan metódicamente perfeccionaron las herramientas, los eficientes arquitectos que tan magníficamente diseñaron los campos o los soldados que con tan escrupuloso celo y leal obediencia abordaron su cometido. Como el propio Capitán.
Por otra parte, una de la cosas más sobrevaloradas de la modernidad, también por los propios nazis, es la individualidad: el Yo. Nos creemos completamente a salvo del influjo de los otros. Porque somos completamente diferente de ellos. Somos únicos. Hasta el punto de creer que elegir un determinado modelo de coche o de bandera dice mucho respecto a nuestra personalidad y no respecto a la sociedad en la que vivimos.
El Capitán prescinde de la psicología, del psicodrama, de la individualidad, de la consecuente subjetivización de la realidad y de esa visión inocente, mojigata y hollywoodiense del campo de concentración como lugar excepcional y como excepción en la cual sólo el Otro (nazi, judío, gitano, homosexual…) puede participar.
Prácticamente todo cuanto podemos hacer, pensar o sentir se lo debemos a lo demás. Hoy más nunca y nosotros más que nadie. Sin los demás no sabríamos ni hablar. Y sin las cianobacterias no podríamos ni respirar. Nos creemos dueños de nosotros mismos pero lo cierto es que basta un teléfono móvil o un uniforme para modificar por completo nuestra personalidad (incluyendo modificaciones neurofisiológicas) sin que tan siquiera nos dé tiempo a darnos cuenta de qué ha pasado. Pensáramos lo que pensáramos y fuésemos como fuésemos.
No somos especiales. No somos únicos. No existen los polos opuestos. Hay procesos históricos, burocracias, instituciones que sobrepasan nuestro potencial a nivel individual y que nos determinan de manera tan profunda que incluso en el mejor de los casos, si se quiere mantener cierta cordura, solo podemos aspirar a un par de grados de libertad. Sin embargo, en ocasiones lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir. Y ahí ya no hay personalidad que valga.
El Holocausto no fue un accidente, fue la Consecuencia Lógica de los Procesos que se habían puesto en marcha durante la revolución industrial; procesos que tras varias mutaciones operan ahora con mayor fuerza que entonces. En él se muestra la faz de nuestra civilización con tan diáfana claridad que lo único que hemos podido hacer desde entonces, especialmente el cine y la televisión, es renegar de aquello como si nada tuviera nada que ver con nosotros, desentendiéndonos de cualquier análisis para no tener que examinar con detalle las causas, para no tener que reconocer que nosotros también somos así, para permitir que todo pudiera seguir más o menos igual. El Capitán, tras su inocente disfraz de fábula (y casi de parábola), supone un acercamiento desprovisto de cualquier tipo de ingenuidad a algunos de los procesos que de un modo u otro convergen y cristalizan en la construcción de los campos de concentración o la puesta en marcha de la Solución Final.
No es fácil matar tanto tan rápido. Lograrlo fue toda una proeza técnica. La causa eficiente fue la escisión entre razón crítica y razón instrumental durante el proceso de industrialización: el campo de concentración, como el nazismo, el estalinismo o el gulag, solo pueden germinar cuando se inserta la lógica industrial (con su pensamiento lógico-racional) dentro de la esfera social; por ejemplo: aniquilar al mayor número de sujetos de la manera más eficiente posible. Figuras claves aquí son los ingenieros que tan metódicamente perfeccionaron las herramientas, los eficientes arquitectos que tan magníficamente diseñaron los campos o los soldados que con tan escrupuloso celo y leal obediencia abordaron su cometido. Como el propio Capitán.
Por otra parte, una de la cosas más sobrevaloradas de la modernidad, también por los propios nazis, es la individualidad: el Yo. Nos creemos completamente a salvo del influjo de los otros. Porque somos completamente diferente de ellos. Somos únicos. Hasta el punto de creer que elegir un determinado modelo de coche o de bandera dice mucho respecto a nuestra personalidad y no respecto a la sociedad en la que vivimos.
El Capitán prescinde de la psicología, del psicodrama, de la individualidad, de la consecuente subjetivización de la realidad y de esa visión inocente, mojigata y hollywoodiense del campo de concentración como lugar excepcional y como excepción en la cual sólo el Otro (nazi, judío, gitano, homosexual…) puede participar.
Prácticamente todo cuanto podemos hacer, pensar o sentir se lo debemos a lo demás. Hoy más nunca y nosotros más que nadie. Sin los demás no sabríamos ni hablar. Y sin las cianobacterias no podríamos ni respirar. Nos creemos dueños de nosotros mismos pero lo cierto es que basta un teléfono móvil o un uniforme para modificar por completo nuestra personalidad (incluyendo modificaciones neurofisiológicas) sin que tan siquiera nos dé tiempo a darnos cuenta de qué ha pasado. Pensáramos lo que pensáramos y fuésemos como fuésemos.
No somos especiales. No somos únicos. No existen los polos opuestos. Hay procesos históricos, burocracias, instituciones que sobrepasan nuestro potencial a nivel individual y que nos determinan de manera tan profunda que incluso en el mejor de los casos, si se quiere mantener cierta cordura, solo podemos aspirar a un par de grados de libertad. Sin embargo, en ocasiones lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir. Y ahí ya no hay personalidad que valga.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
No, señores, La Vida No es Bella, y de hecho, según las cartas que te toquen, puede ser una puta mierda.
La sola presencia de un uniforme condiciona cuanto acontece. Esto es una evidencia experimental: nos cagan en el hombro y nos creemos con galones. Una vez constituida la jerarquía, y su correspondiente burocracia, es difícil que nos salgamos del papel. Del rol. Da igual lo que pensáramos antes, a los tres días ya tendremos ganas de dar un par de hostias (y habrá que suspender el experimento). O, si se tercia, de cargarnos a un par de moros. O de judíos. O de cristianos. Que quede claro: lo único que realmente necesitamos para llegar ahí, para sentir odio, para crearnos un montón de excusas con las que justificar cualquier atrocidad, es un bonito uniforme. O un teléfono móvil. Y a veces ni eso.
Los campos de concentración ni se diseñaron para favorecer los dramas románticos ni se construyeron para extender un cheque en blanco a mayor gloria de los judíos. Un campo de concentración es algo tan serio como los uniformes, las jerarquías, la presión social, la desindividuación o el repugnante sadismo sobre el que se cimentan. Todas estas cosas son jodidamente serias, reales y cotidianas.
Detrás de todo uniforme hay una jerarquía de poder a la que se debe obediencia. Detrás de toda jerarquía hay una burocracia cuyo tamaño es proporcional al número de escalafones dentro de la jerarquía. Cuando la finalidad de esa burocracia se ha establecido prescindiendo de la razón crítica, la probabilidad que tiene un individuo de ofrecer resistencia a la enorme presión a la que se le someterá es prácticamente nula. A medida que aumenta el número de escalafones tiende a cero y no queda espacio para otra cosa que no sea el cumplimiento de la norma o la consecución de los objetivos establecidos. Si hubiéramos nacido en la Alemania de los años veinte muchos de nosotros seríamos nazis de manual. Qué coño íbamos a ser si no.
No se trata(ba) de etnias o preferencias sexuales, pues incluso a los soldados nazis se les podía prescribir el mismo tratamiento que a cualquier banquero judío; se trata(ba) de la puesta en marcha de determinados procesos sociales mediante los cuales las personas se separan gradualmente de la responsabilidad de sus actos y del impacto que estos pueden llegar a tener; en esencia, se trata de la capacidad de usar nuestras capacidades al margen de cualquier consideración ética. Como ya he dicho, el exterminio nazi fue un trabajo en equipo maravillosamente ejecutado.
Borges relató que los nazis a pesar de perder la batalla militar habían ganado la guerra ideológica: la del darwinismo social y las estirpes, la de la subjetivación de la realidad, los nacionalismos y las diferencias culturales irreconciliables, es decir, la de la voluntad, la violencia, la fe y el martillo: la de la razón como un mero instrumento al servicio de nuestros deseos.
La sola presencia de un uniforme condiciona cuanto acontece. Esto es una evidencia experimental: nos cagan en el hombro y nos creemos con galones. Una vez constituida la jerarquía, y su correspondiente burocracia, es difícil que nos salgamos del papel. Del rol. Da igual lo que pensáramos antes, a los tres días ya tendremos ganas de dar un par de hostias (y habrá que suspender el experimento). O, si se tercia, de cargarnos a un par de moros. O de judíos. O de cristianos. Que quede claro: lo único que realmente necesitamos para llegar ahí, para sentir odio, para crearnos un montón de excusas con las que justificar cualquier atrocidad, es un bonito uniforme. O un teléfono móvil. Y a veces ni eso.
Los campos de concentración ni se diseñaron para favorecer los dramas románticos ni se construyeron para extender un cheque en blanco a mayor gloria de los judíos. Un campo de concentración es algo tan serio como los uniformes, las jerarquías, la presión social, la desindividuación o el repugnante sadismo sobre el que se cimentan. Todas estas cosas son jodidamente serias, reales y cotidianas.
Detrás de todo uniforme hay una jerarquía de poder a la que se debe obediencia. Detrás de toda jerarquía hay una burocracia cuyo tamaño es proporcional al número de escalafones dentro de la jerarquía. Cuando la finalidad de esa burocracia se ha establecido prescindiendo de la razón crítica, la probabilidad que tiene un individuo de ofrecer resistencia a la enorme presión a la que se le someterá es prácticamente nula. A medida que aumenta el número de escalafones tiende a cero y no queda espacio para otra cosa que no sea el cumplimiento de la norma o la consecución de los objetivos establecidos. Si hubiéramos nacido en la Alemania de los años veinte muchos de nosotros seríamos nazis de manual. Qué coño íbamos a ser si no.
No se trata(ba) de etnias o preferencias sexuales, pues incluso a los soldados nazis se les podía prescribir el mismo tratamiento que a cualquier banquero judío; se trata(ba) de la puesta en marcha de determinados procesos sociales mediante los cuales las personas se separan gradualmente de la responsabilidad de sus actos y del impacto que estos pueden llegar a tener; en esencia, se trata de la capacidad de usar nuestras capacidades al margen de cualquier consideración ética. Como ya he dicho, el exterminio nazi fue un trabajo en equipo maravillosamente ejecutado.
Borges relató que los nazis a pesar de perder la batalla militar habían ganado la guerra ideológica: la del darwinismo social y las estirpes, la de la subjetivación de la realidad, los nacionalismos y las diferencias culturales irreconciliables, es decir, la de la voluntad, la violencia, la fe y el martillo: la de la razón como un mero instrumento al servicio de nuestros deseos.