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Voto de el pastor de la polvorosa:
8
Drama Rusia, siglo XVI. Segunda parte: Iván el Terrible vuelve a Moscú, donde los boyardos (nobles terratenientes rusos) siguen conspirando contra él y consiguen incluso el apoyo de la tía del Zar, que quiere ver a su hijo (un incapacitado mental) sentado en el trono y convertido en cabeza de la Iglesia rusa, la cual, mientras tanto, acusa a Iván de herejía. Pero el Zar se adelanta al complot urdido contra él y elimina a sus enemigos con ... [+]
21 de julio de 2012
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
La conjura de los boyardos insiste en la pintura ambivalente del poder absoluto, insistencia comprensible en alguien que vivió y trabajó bajo Stalin; de hecho, la película fue prohibida y tuvo que aguardar para su estreno a un momento en el que, fallecido aquél (y el propio Eisenstein), la persecución obsesiva de conjuradores hipotéticos o reales en la URSS dio paso a un cierto deshielo.

La película, musical más allá de la evidencia del comentario sonoro de Prokofiev, abunda en soluciones operísticas: la soledad de Iván recuerda a la de Felipe II en el Don Carlos de Verdi, y la sustitución del monarca por el hijo inocente del conspirador que ha preparado el magnicidio es simétrica a la de Rigoletto. A diferencia de Boris Godunov, el zar Iván no está abrumado por la culpa propia, sino por la ajena, a la que debe responder con su terrible justicia para mantener la unidad del Estado y así seguir (sic) la voluntad del pueblo. Antes del desenlace, en una especie de escena de ballet como las que se intercalaban en las grandes óperas del XIX siguiendo el gusto francés, la imagen pasa del blanco y negro al color, dominado por un rojo que evoca los frescos de la villa de los misterios de Pompeya, o la reconstrucción de Evans del palacio de Cnossos: la imagen revela que presenciamos un ritual bárbaro, a pesar de todas las coartadas que el maniqueísmo de la narración otorga al zar y sus consejeros.

Su musicalidad es anacrónica, propia de una película muda; también lo es su distancia respecto al naturalismo, más propia de una representación operística, como he apuntado, que de la convención del cine de los años 50. Los actores, admirables en su estilo solemne y anticuado, no requieren de la ayuda de ningún montaje de atracciones para expresar sus emociones arquetípicas: la tristeza, la astucia y, ante todo, la naturaleza excesiva de Iván; la fidelidad perruna de sus siervos, la delicuescencia del rey de Polonia, la rígida ambición del pope, la estupidez del sobrino, o la maldad casi metafísica de la tía. Respecto a Potemkin, Octubre o Que viva México, Eisenstein ha perdido parte de su furor juvenil, de su combinatoria visual inagotable: parece identificarse en cierto sentido con el zar Iván, con su cansancio, con su desengaño ante la constatación de que sus poderes son siempre limitados, e incapaces de transformar el mundo a imagen de sus deseos. A pesar de todo, aun con mayor estatismo, la fuerza de su creatividad se mantiene en el sentido de la composición, que mantiene viva a esta extraña película.
el pastor de la polvorosa
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