Night Shyamalan está loco, coloca piezas en un puzzle imaginario, carente de lógica, sentido y gracia. Los personajes son como dibujados atrás de una neblina, con entrelazamientos irreales entre sí. Cada giro argumental saca a sus creaciones de la vista racional, se esconden en el único rincón con sombra, para luego volver a salir a plena luz, pero cambiados levemente, como que una pizca salió, para ser reemplazada por otro minúsculo componente. Pero Night Shyamalan también es una peste, un virus de los que infecta sin grandes síntomas. Es una epidemia que te roza la sombra, a la que por un instante ves cambiar, para que en milésimas vuelva a su forma habitual, a ser el calco oscuro del cuerpo. Pero esa infección tiene la capacidad de escalar la silueta sin materia, hasta llegar a la propia piel. Y ahí, con una sutileza imperceptible, va remontando lentamente en el cuerpo, tejido a tejido, célula a célula. Y al fin te hacés parte de su lógica, uno cree entender sus recovecos, sus intenciones. Pero es mentira, nadie puede entender la locura ajena, solo es un virus que afecta tu sistema operativo... pero que da placer.