Las pelis de vaqueros, como se decía antes, siempre han tenido mucho éxito entre el público. Las razones son múltiples y obvias, y permitieron a Hollywood crear una subindustria oficial con los revolveres, los caballos, los ranchos, las puestas de sol y los duelos. Hasta el más remilgado de los críticos soñó más de una vez con ser John Wayne.

Pero después llegó la estúpida modernidad y los westerns pasaron a ser películas antiguas y anticuadas, de esas que solo servían para rellenar las parrillas televisivas y que tu abuelo se emocionase como un chaval viendo a los héroes de su juventud.

Por suerte, la rueda del tiempo siguió girando, un día a Clint Eastwood le dio por dirigir una película sobre un tal William Munny y poco a poco el oeste volvió. Y volvió mucho mejor aún de lo que se había ido. Porque volvió realista, sucio, cruel, despojado de toda la falsa parafernalia de Hollywood pero conservando la esencia.

Y gracias a ello ahora podemos disfrutar todos los años de una serie de westerns que sirven para refrescar una cartelera por lo demás aburrida de tanto remake y tanto efecto especial. Los westerns son, oficialmente, el refugio de aquellos a los que aburre las pelis para adolescentes pero también los directores engreídos y pretenciosos.

Slow West es un western de libro. Del libro moderno, por supuesto. Personajes tan carismáticos como lacónicos, paisajes deslumbrantes, violencia administrada a discreción. Montañas, ríos, soledad, acampadas al aire libre, revólveres, amistades y traiciones. Los actores (todos) bordan sus papeles. La historia fluye, es sencilla y breve, y no aspira a mucho más. Lo que siempre es un acierto.

Yo le recomendaría a todo director debutante que escogiese un western para su opera prima. Y si ya puede contar con Fassbender, es imposible que le salga mal.