En mi particular escala de preferencias cinematográficas, esta película de Huston no ocupa el primer puesto, pero he de decir que, si cede ante tres o cuatro, ello se debe a razones de tipo más bien sentimental, porque lo cierto es que ningún otro film del mundo, al menos del género que más me gusta, el noir (y sus aledaños), me parece superior a éste.
Después de haberla visto anoche por séptima u octava vez en mi vida, llego a la convicción de que no hay película más perfecta, más redonda y admirable que ésta. Todo funciona con una precisión y una limpidez áurea. No es posible ponerle pero alguno. Ni en ninguna de sus partes ni en su conjunto. Nada, ninguna secuencia, ningún personaje ni intérprete (y hay unos cuantos), ningún giro de guion, ningún detalle, nada sobra ni desentona.
Y eso sólo en el aspecto formal. Porque, yendo al fondo, la historia es de un realismo impecable. De casi todas las películas más célebres y queridas de la historia tenemos que decir que nos gustan a pesar de ciertas excesos o inverosimilitudes (léase Vértigo o Perdición, por poner sólo dos ejemplos). En esta, en cambio, todo es verdadero, sencillo, naturalísimo, todo fluye como la misma vida, siendo, a la vez, una historia fatal, llena de sentido y con aliento poético que explota maravillosamente en la escena final.
Un sola cosa más. Los que se quejan de que el cine negro abusa mucho de los flashbacks, de la voz en off y de los enrevesamientos de guion, aquí tienen el modelo contrario: argumento cien por cien lineal y mirada cien por cien objetiva.