Las teorías de la conspiración son muy jugosas en cuanto a que no ha apenas nada demostrable, lo que hace que cada una tenga vida propia y sea irrefutable para sus creyentes y seguidores. Por supuesto, la autoría de las obras de Shakespeare es un tema muy discutido desde hace siglos, y de él se vale Anonymous para mostrarnos una de esas teorías, aunque probablemente no sea la más veraz.

En manos de Emmerich, cualquier historia puede llegar a ser excesiva en todos los aspectos. Sus conspiraciones, relaciones dentro y fuera de la corte, silencios, gestos, acuerdos y tratos son parte de una época en la que chocaban los lujos de palacio y la pobreza del pueblo. Pero en el teatro, todos disfrutaban por igual, y es ahí donde uno de nuestros protagonistas goza enormemente porque su pasión era justamente esa: hacer vibrar.

El problema del guión es que intenta abarcar demasiados personajes para acabar quedándose con muy poco de ellos. Todas las intrigas palaciegas necesitan de nuestra atención permanente para no perdernos y no son desarrolladas convenientemente, a pesar de las grandes interpretaciones o de una ambientación y vestuario a la altura de las circunstancias. El excesivo (una vez más) metraje tampoco ayuda, y uno piensa en la capacidad de sintetización del creador, brillante por su ausencia.

Todo, para constatar en última instancia que el camino de la demolición de un nombre y su leyenda puede ser, de largo, más tortuoso e impopular que el de arrasar el paisaje mismo y toda la humanidad.