El Ripstein de “El castillo de la pureza” marcaba lo germinal; ahora son tiempos de buscar la rareza subversiva mediante la sonrisa de lo absurdo. En “Canino” yacen varias capas bajo su inusual y sorprendente puesta en escena minimalista. Una de ellas es, en esencia, el carácter de la modificación de comportamiento que ya hemos leído en “Un mundo feliz” o “La naranja mecánica” pero, distopías aparte, aparece y subyace otro componente metafórico de misterio en todo lo que rodea a los protagonista. Una piscina rellenada del terror para dirigir y manipular a conveniencia al pueblo sumiso y futuro relevo generacional a lo “El bosque”, cloro embotellado lynchano que marca la mejor tradición de los inhóspitamente surreal y, sobre todo, esa frialdad hanekiana con golpes violentos de efecto que acuña diferencias en tiempos de velos y pañuelos enmarañados en la nuca.

Pero otra capa es la del enigma sobre la metáfora que nos narra Giorgos Lanthimos y esa pertenece al espectador: ¿qué es o lo qué quiere contarnos el cineasta? Y esa transcripción de la burla en cintas conductistas que ningunean nuestra realidad nos ponen en otra órbita en la medida que las necesitemos. “Canino” puede contar las medidas de represión y control del poder establecido o podría generar el prisma socio-político en toda dictadura. La palabra no tiene valor si carece de significado o éste ha sido convenientemente tergiversado. Lo mejor que le puede pasar al filme de Giorgos Lanthimos es que nunca sabemos realmente el fin que pretende justificar los medios porque el secreto quedará en el interior de un maletero. En ese oscuro terror por el suspense que esconde todo cerrojo a la vista de terceros.