En 1968 la cadena ABC, ansiosa por subir las audiencias, programa una serie de debates entre dos intelectuales que representan ideologías contrarias: Gore Vidal y William F. Buckley Jr.

Los contendientes son cultos, se manejan bien ante las cámaras, se muestran rápidos de reflejos, hábiles para tejer argumentos y desmontar los del adversario, expresan modélicamente sus convicciones, lanzan dardos envenados y encajan sin inmutarse los golpes. Por encima de todo, se odian.

Ambos protagonizan una serie de enfrentamientos encarnizados, un espectáculo diferente que atrapa a la población. Más allá de la afinidad que uno sienta por las ideas de cada cual, ninguno de ellos despierta excesivas simpatías, precisamente por ese odio latente que circula en el aire y que acaba por explotar en unos segundos de ira desatada, de emoción desnuda, emitidos en directo.

Son esos instantes que marcan la vida de los enemigos, magníficos oradores, quienes, incapaces de olvidar, regresan a su duelo una y otra vez. Y son esos instantes los que marcan el futuro de la televisión, que ha vislumbrado oro puro y repetirá incansablemente la fórmula, sólo que con participantes de menos nivel, ya con todos los ingredientes de una farsa.

Estados Unidos ardía, las protestas inundaban las calles. En medio de esa atmósfera, dos ilustres personajes, caballeros de altos ideales, de elevados valores, se enzarzaron en una agria discusión que casi acaba a puñetazos. Hicieron historia.