Cualquier humano medio necesitaría inapelablemente acudir a substancias alucinógenas, para conseguir generar un universo que tuviese una ínfima parte de la imaginación y el colorido que ostenta el cine de este Dios. En esta ocasión el flipamiento llega a cotas más allá de la psicodelia, para contarnos una hermosa, tierna y deslumbrante historia de amor entre dos seres absolutamente puros.

Esta vez abrimos las persianas de la habitación tras medio quitarnos las legañas y nos encontramos con un día de sol resplandeciente, lleno de vitalidad, que desprende un calor que transpira cariño por la naturaleza, es decir, por la vida, con unos personajes maravillosos y un derroche de encanto de innecesaria comparación con anteriores joyas conocidas.

Cada nueva obra de este único genio todavía vivo, hace que me estremezca de nuevo y se me salga el alma por la boca para entregársela como ofrenda, pues cuando lo encontré dejé por fin mi anterior ateísmo para comenzar a creer. Y creo, creo en esta película y en la precedente y en la otra y en practicamente toda una vida empleada en entregar gloria animada para nuestro deleite y regocijo.

Hermosísima y dicen que infantil historia, que ha conseguido volver a emocionar a uno en cuya infancia se jugaba al fútbol en la carretera y se gritaba ¡Coche! cuando venía alguno.

Hayao Miyazaki. Quizás el único valor seguro de nuestros días.