Básicamente, la valoración de una película se puede concretar en el cómo y en el qué.

En el "cómo" —la parte formal del artefacto—, El maquinista cumple con solvencia aunque con excesos; y el exceso a menudo tiende a ser abusivo y gratuito. Y así El maquinista, excesiva y desorbitada. Desde la extrema y desagradable exhibición de delgadez del protagonista —¿dónde está el mérito de rondar problemas de salud?— hasta la sucesión obsesiva de peripecias que, evidentemente, exigen un "qué" coherente y acorde a tanta desproporción.

Para el "qué" —el contenido del cuento—, hay que esperar al final de la historia. Prácticamente, en el último minuto se desvela qué nos han querido contar en los noventa y nueve precedentes, y es ahí donde El maquinista se derrumba como un castillo de naipes. Lo desorbitado tiene eso, que resulta muy complicado casarlo con la verosimilitud.

Cuando el cómo engancha y el qué defrauda te queda, entonces, la sensación de estafa. Y así El maquinista, en mi opinión, claro, porque siempre los hay —qué notas, caray— que flipan obras maestras encandilados con los trucos malos de mala magia.