Iñárritu sólo tiene una máxima en la vida: deprimir al personal. Y el jodío lo hace bien, con desmesurada soltura y alevosía. Pero aquí se echa de menos a su compañero de juergas, el no menos divertido y guasón Arriaga. Sin él, la cosa deprime, pero el argumento queda poco retorcido.

Mi única motivación para tragarme este saco penas era ver a Bardem, que nunca defrauda, incluso, a estas alturas, se permite el lujo de sorprender. Y ya está. Asumí que me iban a dar la tarde y me la dieron. Sin compasión. Pero, en este caso, la película también se salva por el final, jodido, claro, pero de una extraña belleza surrealista.

Los demás habituales del realizador no hacen pellas y aquí vuelven a deleitarnos con su música y su fotografía, ambas pulcras y deprimentes a partes iguales. Y luego está el del sonido, que no sé quién será, ni si es habitual, pero éste es un cachondo. Oír cómo se anulan los micrófonos de los actores por el roce con la ropa, por la presión de un abrazo o por lo que sea es una chapuza que no recuerdo haber escuchado en ninguna otra película. Pero, también se da la circunstancia de que en los exteriores se da más pista al ruido local que a la voz de los actores, no sé. ¿Contrataron al becario y nadie se dio cuenta? Por lo demás, una película atroz pero bien hecha.

Alejandro, a ver si la próxima te queda más alegre, porque chico, ir a ver tus pelis da una pereza… ¿qué necesidad?