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Voto de Quim Casals:
8
24 de marzo de 2022
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he dicho que necesito dos vidas, una para ver películas y otra para volverlas a ver. Las revisiones forman parte de mi credo cinéfilo, pues concibo las películas, como los libros, como entidades que me acompañan a lo largo de mi existencia. A veces se instalan con la fuerza de un aliento imprescindible al que debo regresar periódicamente, cinco, diez, quince veces. Otras van y vienen, en trayectos más discontinuos, se redescubren más adelante tras un comienzo tibio, o el entusiasmo inicial da lugar a una tregua y quedan semiolvidadas hasta que, años después, reaparecen con nuevo brillo. Es especialmente bonito cuando se anuncian sin querer, por ejemplo en un pase televisivo con el que se uno topa de repente, como un ángel.
Son escasas en mí las decepciones, en primer lugar porque no ansío repetir lo que en una sola vez ya catalogo sin pestañear como pésimo y, después, porque cuando sucede prefiero ponerme a favor de la película y en contra de la idoneidad de haber escogido aquel día para el reencuentro. Recuerdo que un verano empecé a revisar “Stalker” y, al constatar tras media hora que no conseguía “entrar” como habitualmente, preferí dejarla, pero sin culparla. Aquel, simplemente, no era el momento. Un par de veranos después, sin embargo, sentí un genuino impulso e instalado en una cómoda hamaca y armado con una cola y una bolsa de patatas (¿dónde está escrito que el “cine de autor” deba verse en una celda ascética y con rictus circunspecto?) fue de entre todas las veces la de mayor gozo. La moraleja de esta anécdota no puede resultar más diáfana: las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas.
Esta es la razón por la cual dejé pasar o necesité que transcurriera una década para volver a enfrentarme a “Inland Empire”. Cuando la descubrí fue una experiencia ambigua e incompleta. Fascinante, por un lado, pero al mismo tiempo incómoda y extenuante. Dos cosas tuve muy claras. Una, que no me apetecería volver a corto o medio plazo a zambullirme en aquel magma insondable. La segunda, que allí dentro había mucho cine, cine con mayúsculas, en su estado más primigenio y desnudo, como en las cavernas: imágenes, sonidos. Y que estaba ante una obra que, en un arte con más de un siglo a sus espaldas, tenía el atrevimiento de adentrarse por caminos expresivos escasamente explorados. Sabía, pues, igualmente y de forma indudable, que algún día volvería a llamar a la puerta de “Inland Empire”.
Como atesoro entre otras la virtud de la paciencia, esperé sin forzar nada hasta la tarde en que de una manera natural me dije que de entre todas las películas de la historia, la única que quería ver en ese preciso instante era “Inland Empire”. Tan absolutamente distinta fue la percepción que apenas uno o dos años después también la revisé, experimentando idéntico placer. Seguramente, la diferencia fundamental es que rehuí la tentación (y el error) de pretender atar cabos –tentación que el propio Lynch fomentó, dicho sea de paso, con “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”, al concebirlas como retos en forma de puzles que el espectador se veía obligado desentrañar–. Lynch parece mostrarse aquí más honesto, o más fiel a sí mismo en el fondo, pareciendo retornar, como cerrando el círculo de su filmografía, al experimentalismo surrealista de “Cabeza borradora”. De hecho, “Inland Empire” se me antoja una especie de recapitulación y pueden advertirse en ella reminiscencias de toda su obra (especialmente significativa la mirada crítica sobre esa industria de las apariencias y la superficialidad que es Hollywood, como en “Mulholland Drive”, o un final que remite muy claramente a “Terciopelo azul”).
Pero su gran valor es presentarnos, como Dreyer en “Vampyr”, un auténtico sueño filmado. No el sueño soñado por alguien, sino la película como ensoñación absoluta guiada únicamente por la lógica de los sueños. Cuando soñamos, nuestro interlocutor cambia de personaje dentro de una misma conversación, o pasamos de un sitio a otro muy distinto sin percibir anomalía alguna, o nuestra mirada se parece a la de una cámara subjetiva pero de pronto nos vemos “desde fuera”, o somos otra persona pero sin dejar de ser nosotros… Este film, como nuestros sueños, no es que carezca de unos anclajes que nos permitan el intento de interpretación, sino que esta no es, en mi opinión, el objetivo último y dudo mucho que haya de ser un objetivo. De lo que se trata es de sentir, de sumergirse en una experiencia-límite que, si pretendiéramos categorizar sería, como el film de Dreyer, la quintaesencia del cine fantástico.
No debemos tampoco dejarnos engañar por declaraciones del director que inducen a pensar en la improvisación. Cualquier espectador mínimamente bregado puede detectar lo muy pensadas que están las combinaciones de texturas o el uso de los angulares que distorsionan los rostros; y, desde luego, tanto el montaje como el uso –como siempre en Lynch– del sonido y la música revelan un concienzudo y milimetrado trabajo.
No todo el viaje que propone es uniformemente mágico. Creo que hay un metraje excesivo y en los dos visionados más recientes he constatado que, antes de los últimos treinta o cuarenta minutos, hay un tramo cansino por repetitivo, como si Lynch no se resistiera a desprenderse del material filmado. Una vez tuve un sueño en el que de pronto me dije: “Este sueño se ha atascado, no avanza, es aburrido, tengo que despertarme porque esto no puede seguir así”. Y me desperté. Aquí, como digo, encuentro un bache narrativo que induce a “despertarnos” de la película”, aunque, una vez superado, la escalada final es magnífica.
(Continúa en zona spoiler)
Son escasas en mí las decepciones, en primer lugar porque no ansío repetir lo que en una sola vez ya catalogo sin pestañear como pésimo y, después, porque cuando sucede prefiero ponerme a favor de la película y en contra de la idoneidad de haber escogido aquel día para el reencuentro. Recuerdo que un verano empecé a revisar “Stalker” y, al constatar tras media hora que no conseguía “entrar” como habitualmente, preferí dejarla, pero sin culparla. Aquel, simplemente, no era el momento. Un par de veranos después, sin embargo, sentí un genuino impulso e instalado en una cómoda hamaca y armado con una cola y una bolsa de patatas (¿dónde está escrito que el “cine de autor” deba verse en una celda ascética y con rictus circunspecto?) fue de entre todas las veces la de mayor gozo. La moraleja de esta anécdota no puede resultar más diáfana: las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas.
Esta es la razón por la cual dejé pasar o necesité que transcurriera una década para volver a enfrentarme a “Inland Empire”. Cuando la descubrí fue una experiencia ambigua e incompleta. Fascinante, por un lado, pero al mismo tiempo incómoda y extenuante. Dos cosas tuve muy claras. Una, que no me apetecería volver a corto o medio plazo a zambullirme en aquel magma insondable. La segunda, que allí dentro había mucho cine, cine con mayúsculas, en su estado más primigenio y desnudo, como en las cavernas: imágenes, sonidos. Y que estaba ante una obra que, en un arte con más de un siglo a sus espaldas, tenía el atrevimiento de adentrarse por caminos expresivos escasamente explorados. Sabía, pues, igualmente y de forma indudable, que algún día volvería a llamar a la puerta de “Inland Empire”.
Como atesoro entre otras la virtud de la paciencia, esperé sin forzar nada hasta la tarde en que de una manera natural me dije que de entre todas las películas de la historia, la única que quería ver en ese preciso instante era “Inland Empire”. Tan absolutamente distinta fue la percepción que apenas uno o dos años después también la revisé, experimentando idéntico placer. Seguramente, la diferencia fundamental es que rehuí la tentación (y el error) de pretender atar cabos –tentación que el propio Lynch fomentó, dicho sea de paso, con “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”, al concebirlas como retos en forma de puzles que el espectador se veía obligado desentrañar–. Lynch parece mostrarse aquí más honesto, o más fiel a sí mismo en el fondo, pareciendo retornar, como cerrando el círculo de su filmografía, al experimentalismo surrealista de “Cabeza borradora”. De hecho, “Inland Empire” se me antoja una especie de recapitulación y pueden advertirse en ella reminiscencias de toda su obra (especialmente significativa la mirada crítica sobre esa industria de las apariencias y la superficialidad que es Hollywood, como en “Mulholland Drive”, o un final que remite muy claramente a “Terciopelo azul”).
Pero su gran valor es presentarnos, como Dreyer en “Vampyr”, un auténtico sueño filmado. No el sueño soñado por alguien, sino la película como ensoñación absoluta guiada únicamente por la lógica de los sueños. Cuando soñamos, nuestro interlocutor cambia de personaje dentro de una misma conversación, o pasamos de un sitio a otro muy distinto sin percibir anomalía alguna, o nuestra mirada se parece a la de una cámara subjetiva pero de pronto nos vemos “desde fuera”, o somos otra persona pero sin dejar de ser nosotros… Este film, como nuestros sueños, no es que carezca de unos anclajes que nos permitan el intento de interpretación, sino que esta no es, en mi opinión, el objetivo último y dudo mucho que haya de ser un objetivo. De lo que se trata es de sentir, de sumergirse en una experiencia-límite que, si pretendiéramos categorizar sería, como el film de Dreyer, la quintaesencia del cine fantástico.
No debemos tampoco dejarnos engañar por declaraciones del director que inducen a pensar en la improvisación. Cualquier espectador mínimamente bregado puede detectar lo muy pensadas que están las combinaciones de texturas o el uso de los angulares que distorsionan los rostros; y, desde luego, tanto el montaje como el uso –como siempre en Lynch– del sonido y la música revelan un concienzudo y milimetrado trabajo.
No todo el viaje que propone es uniformemente mágico. Creo que hay un metraje excesivo y en los dos visionados más recientes he constatado que, antes de los últimos treinta o cuarenta minutos, hay un tramo cansino por repetitivo, como si Lynch no se resistiera a desprenderse del material filmado. Una vez tuve un sueño en el que de pronto me dije: “Este sueño se ha atascado, no avanza, es aburrido, tengo que despertarme porque esto no puede seguir así”. Y me desperté. Aquí, como digo, encuentro un bache narrativo que induce a “despertarnos” de la película”, aunque, una vez superado, la escalada final es magnífica.
(Continúa en zona spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Y poco más puedo añadir. Para todo lo demás, acudan a la crítica de Tomine, que no por algo no solo es la mejor valorada sobre la película, sino también la más votada de entre las suyas y, en general y con toda justicia, una de las mejor puntuadas de toda la página, como también la suya que personalmente prefiero. Continúo, pues, porque así me apetece, con unas someras palabras de homenaje a la contribución de este colega en FilmAffinity.
Porque hablar de Lynch en FA es hablar de Tomine, uno de sus más fieles devotos. Como saben todos los usuarios más antiguos, fue el gran paladín de la así llamada por él “crítica creativa”, la propuesta de nuevas formas de acercamiento a las películas en las antípodas de los análisis clásicos y ortodoxos (que son los que mayormente he practicado, y por eso me resultan de particular interés las visiones complementarias). Pero lo que más me gusta de Tomine es su coherencia: “La imagen se independiza”, proclama hablando de otro título de Lynch (ya saben, más allá de los personajes, de la dramaturgia tradicional, muerte al guion y todas esas cosas, la apuesta máxima por el específico del cine: imagen y sonido, que decíamos). Y, de igual manera, podríamos decir a propósito de él, “la crítica se independiza”. Hagan la prueba, enseñen reseñas suyas a otras personas sin decirles de qué película está hablando. Con varias de ellas, no lo descubrirán. Y, sin embargo, cuando se haga saber de cual se trataba, resultará del todo obvio que nos está diciendo mucho sobre esa película y que todo encaja; pero al mismo tiempo, nos está hablando de otras cosas también. Del cine, siempre del cine, en unos extractos que por su capacidad de sugestiva concreción me recuerdan esos breves apuntes sobre el cinematógrafo de Bresson.
Prefiero, pues, llamar a Tomine escritor antes que crítico, si por lo primero entendemos el aura de la creación artística y por lo segundo el ejercicio de un oficio. Haciendo una analogía pictórica, en aquellas ocasiones en las que se sube a la palestra para decirnos cómo debe pintarse un cuadro para que sea un gran cuadro, esa es una opinión –una más, pero, de entre las muchas posibles– cargada de indudable interés y que sin duda alguna recomiendo a todo el mundo, pero en la que acostumbro a echar en falta la asunción de los límites de la subjetividad. En cambio, cuando Tomine sencillamente agarra los pinceles y “pinta” ese cuadro, el resultado es aquello que con admiración llamamos una crítica para enmarcar. Larga vida, pues, a Tomine y a todos los de su estirpe que han llenado y llenan esta página de una calidad literaria incontestable.
Y ahora les contaré un secreto. Esta crítica la inicié recién terminada y movido por el entusiasmo la revisión de “Inland Empire” hace ya la friolera de tres años. Sin embargo, quedó esbozada en unas pocas líneas (como algunas otras, por cierto, que siguen pendientes de acabar). Sabía que quería escribirla de un tirón y, al igual que después de la primera vez que vi la película, simplemente dejé que el momento llegara cuando tuviera que llegar.
Porque las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas y las críticas hay que escribirlas cuando hay que escribirlas.
Porque hablar de Lynch en FA es hablar de Tomine, uno de sus más fieles devotos. Como saben todos los usuarios más antiguos, fue el gran paladín de la así llamada por él “crítica creativa”, la propuesta de nuevas formas de acercamiento a las películas en las antípodas de los análisis clásicos y ortodoxos (que son los que mayormente he practicado, y por eso me resultan de particular interés las visiones complementarias). Pero lo que más me gusta de Tomine es su coherencia: “La imagen se independiza”, proclama hablando de otro título de Lynch (ya saben, más allá de los personajes, de la dramaturgia tradicional, muerte al guion y todas esas cosas, la apuesta máxima por el específico del cine: imagen y sonido, que decíamos). Y, de igual manera, podríamos decir a propósito de él, “la crítica se independiza”. Hagan la prueba, enseñen reseñas suyas a otras personas sin decirles de qué película está hablando. Con varias de ellas, no lo descubrirán. Y, sin embargo, cuando se haga saber de cual se trataba, resultará del todo obvio que nos está diciendo mucho sobre esa película y que todo encaja; pero al mismo tiempo, nos está hablando de otras cosas también. Del cine, siempre del cine, en unos extractos que por su capacidad de sugestiva concreción me recuerdan esos breves apuntes sobre el cinematógrafo de Bresson.
Prefiero, pues, llamar a Tomine escritor antes que crítico, si por lo primero entendemos el aura de la creación artística y por lo segundo el ejercicio de un oficio. Haciendo una analogía pictórica, en aquellas ocasiones en las que se sube a la palestra para decirnos cómo debe pintarse un cuadro para que sea un gran cuadro, esa es una opinión –una más, pero, de entre las muchas posibles– cargada de indudable interés y que sin duda alguna recomiendo a todo el mundo, pero en la que acostumbro a echar en falta la asunción de los límites de la subjetividad. En cambio, cuando Tomine sencillamente agarra los pinceles y “pinta” ese cuadro, el resultado es aquello que con admiración llamamos una crítica para enmarcar. Larga vida, pues, a Tomine y a todos los de su estirpe que han llenado y llenan esta página de una calidad literaria incontestable.
Y ahora les contaré un secreto. Esta crítica la inicié recién terminada y movido por el entusiasmo la revisión de “Inland Empire” hace ya la friolera de tres años. Sin embargo, quedó esbozada en unas pocas líneas (como algunas otras, por cierto, que siguen pendientes de acabar). Sabía que quería escribirla de un tirón y, al igual que después de la primera vez que vi la película, simplemente dejé que el momento llegara cuando tuviera que llegar.
Porque las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas y las críticas hay que escribirlas cuando hay que escribirlas.