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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
8
Intriga. Drama La percepción de la realidad de una actriz (Laura Dern) se va distorsionando cada vez más. Al mismo tiempo descubre que, quizá, se está enamorando de su partenaire (Justin Theroux) en un remake polaco inconcluso y supuestamente maldito. (FILMAFFINITY)
24 de marzo de 2022
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he dicho que necesito dos vidas, una para ver películas y otra para volverlas a ver. Las revisiones forman parte de mi credo cinéfilo, pues concibo las películas, como los libros, como entidades que me acompañan a lo largo de mi existencia. A veces se instalan con la fuerza de un aliento imprescindible al que debo regresar periódicamente, cinco, diez, quince veces. Otras van y vienen, en trayectos más discontinuos, se redescubren más adelante tras un comienzo tibio, o el entusiasmo inicial da lugar a una tregua y quedan semiolvidadas hasta que, años después, reaparecen con nuevo brillo. Es especialmente bonito cuando se anuncian sin querer, por ejemplo en un pase televisivo con el que se uno topa de repente, como un ángel.

Son escasas en mí las decepciones, en primer lugar porque no ansío repetir lo que en una sola vez ya catalogo sin pestañear como pésimo y, después, porque cuando sucede prefiero ponerme a favor de la película y en contra de la idoneidad de haber escogido aquel día para el reencuentro. Recuerdo que un verano empecé a revisar “Stalker” y, al constatar tras media hora que no conseguía “entrar” como habitualmente, preferí dejarla, pero sin culparla. Aquel, simplemente, no era el momento. Un par de veranos después, sin embargo, sentí un genuino impulso e instalado en una cómoda hamaca y armado con una cola y una bolsa de patatas (¿dónde está escrito que el “cine de autor” deba verse en una celda ascética y con rictus circunspecto?) fue de entre todas las veces la de mayor gozo. La moraleja de esta anécdota no puede resultar más diáfana: las películas hay que revisarlas cuando hay que revisarlas.

Esta es la razón por la cual dejé pasar o necesité que transcurriera una década para volver a enfrentarme a “Inland Empire”. Cuando la descubrí fue una experiencia ambigua e incompleta. Fascinante, por un lado, pero al mismo tiempo incómoda y extenuante. Dos cosas tuve muy claras. Una, que no me apetecería volver a corto o medio plazo a zambullirme en aquel magma insondable. La segunda, que allí dentro había mucho cine, cine con mayúsculas, en su estado más primigenio y desnudo, como en las cavernas: imágenes, sonidos. Y que estaba ante una obra que, en un arte con más de un siglo a sus espaldas, tenía el atrevimiento de adentrarse por caminos expresivos escasamente explorados. Sabía, pues, igualmente y de forma indudable, que algún día volvería a llamar a la puerta de “Inland Empire”.

Como atesoro entre otras la virtud de la paciencia, esperé sin forzar nada hasta la tarde en que de una manera natural me dije que de entre todas las películas de la historia, la única que quería ver en ese preciso instante era “Inland Empire”. Tan absolutamente distinta fue la percepción que apenas uno o dos años después también la revisé, experimentando idéntico placer. Seguramente, la diferencia fundamental es que rehuí la tentación (y el error) de pretender atar cabos –tentación que el propio Lynch fomentó, dicho sea de paso, con “Carretera perdida” o “Mulholland Drive”, al concebirlas como retos en forma de puzles que el espectador se veía obligado desentrañar–. Lynch parece mostrarse aquí más honesto, o más fiel a sí mismo en el fondo, pareciendo retornar, como cerrando el círculo de su filmografía, al experimentalismo surrealista de “Cabeza borradora”. De hecho, “Inland Empire” se me antoja una especie de recapitulación y pueden advertirse en ella reminiscencias de toda su obra (especialmente significativa la mirada crítica sobre esa industria de las apariencias y la superficialidad que es Hollywood, como en “Mulholland Drive”, o un final que remite muy claramente a “Terciopelo azul”).

Pero su gran valor es presentarnos, como Dreyer en “Vampyr”, un auténtico sueño filmado. No el sueño soñado por alguien, sino la película como ensoñación absoluta guiada únicamente por la lógica de los sueños. Cuando soñamos, nuestro interlocutor cambia de personaje dentro de una misma conversación, o pasamos de un sitio a otro muy distinto sin percibir anomalía alguna, o nuestra mirada se parece a la de una cámara subjetiva pero de pronto nos vemos “desde fuera”, o somos otra persona pero sin dejar de ser nosotros… Este film, como nuestros sueños, no es que carezca de unos anclajes que nos permitan el intento de interpretación, sino que esta no es, en mi opinión, el objetivo último y dudo mucho que haya de ser un objetivo. De lo que se trata es de sentir, de sumergirse en una experiencia-límite que, si pretendiéramos categorizar sería, como el film de Dreyer, la quintaesencia del cine fantástico.

No debemos tampoco dejarnos engañar por declaraciones del director que inducen a pensar en la improvisación. Cualquier espectador mínimamente bregado puede detectar lo muy pensadas que están las combinaciones de texturas o el uso de los angulares que distorsionan los rostros; y, desde luego, tanto el montaje como el uso –como siempre en Lynch– del sonido y la música revelan un concienzudo y milimetrado trabajo.

No todo el viaje que propone es uniformemente mágico. Creo que hay un metraje excesivo y en los dos visionados más recientes he constatado que, antes de los últimos treinta o cuarenta minutos, hay un tramo cansino por repetitivo, como si Lynch no se resistiera a desprenderse del material filmado. Una vez tuve un sueño en el que de pronto me dije: “Este sueño se ha atascado, no avanza, es aburrido, tengo que despertarme porque esto no puede seguir así”. Y me desperté. Aquí, como digo, encuentro un bache narrativo que induce a “despertarnos” de la película”, aunque, una vez superado, la escalada final es magnífica.

(Continúa en zona spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Quim Casals
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