Boris Dimitrovich, que ha dormido con la luz encendida hasta los treinta años, marcha a primera línea para hacer frente a las huestes napoleónicas.
En su mente de joven cobarde del que un día hablará todo San Petersburgo, el loable propósito, primero, de librar a los rusos de las salsas de los franceses y, en segundo término, y una vez encajados sus presupuestos socráticos con sus objetivas subjetividades, eliminar del horizonte universal el peligro del corso emperador.
LA ÚLTIMA NOCHE DE BORIS GRUSHENKO, quizá la mejor película de la primera etapa de Woody y con todas las de la ley aquella en la que se utiliza de forma más acertada la música de Prokofiev, aborda desde un insuperable prisma humorístico el tema del amor y el tema de la muerte, puntos focales en la existencia y en la filosofía del celebérrimo neurótico neoyorkino.
Al lado de Allen, asqueroso y amado y soberbio como Boris, y al lado de la musa Keaton, la extinta y bellísima Olga Georges Picot, Zvee Scooler, el barbado rabino de El Violinista en el Tejado, el nunca lo suficientemente bien ponderado Harold Gould, que ayudó a Redford y a Newman a dar El Golpe, y el calvísimo James Tolkan, que resistiendo el paso del tiempo se habría de convertir diez años después en el disciplinado e inflexible sheriff Strickland.
Extraordinaria.