Además de la de los cuentos de tradición arábiga, como los de las Mil y Una Noches, la sombra de otras dos narraciones gravita sobre la película, no sé si también sobre el libro de Noah Gordon. Esos cuentos de sombra gravitatoria, esas dos narraciones, son El Soldado y la Muerte, de Afanasiev, y El Gesto de la Muerte, de Jean Cocteau. En ellos, como en la película de Philipp Stölzl, y como por sus títulos se puede inferir, la Muerte es otra protagonista.
Es evidente que el mundo sería gris y tedioso si no existiese el misterio, y los que se decidieron a trasladar esa premisa a la película lo hicieron bien: la tonalidad es de un gris azulado al principio, durante el desconocimiento, pasa a ser de oro en el desierto, de rojo explosivo cuando hay que escenificar el impacto que las nuevas perspectivas van a provocar en el joven médico y blanquea hacia el crescendo final, igual que un camino que lleva a la eternidad, en el momento en que aparece casi ya Rob Cole como maestro del maestro. Y gracias a la preciosa fotografía, al conseguido vestuario, a Stellan Skarsgárd, que ansía a las chicas hermosas lo mismo que un hombre acuciado por la sed ansía una fuente de agua, y al siempre sublime Ben Kingsley, quien nos habla en esta adaptación de Aristóteles y acaba por Sócrates, a punto queda uno, que a mí no me gustan las licencias del final, de escuchar la música de las esferas y de disfrutar como invitado del silencio que hay tras el último latido.
Lo más curioso es ese cerrilismo del Sha, negándose a poner a salvo a la ciudadanía al irrumpir intra muros la peste bubónica. Curioso y triste: ya existían los gobernantes poco capaces en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad.