Como a aquel personaje de Woody Allen, me dejó de gustar el mar cuando supe qué son los tiburones. Y el principal responsable de ello, con la cooperación necesaria e inestimable de John Williams, fue Steven Spielberg.
Es, por lo que de excelente tiene la película, por esa especie de caso de sugestión colectiva, como si al director de Indiana Jones o La lista de Schindler le hubieran untado a base de bien los responsables de todas las casas rurales y hoteles de montaña del mundo entero.
Qué manera de fastidiarle la semanita de playa de todos los veranos al pueblo soberano y qué mala idea la de fastidiarme a mí, particularmente, lo de saltar como un antílope a por aquellos balones de color azul que nos arrojaban al agua los de Nivea a los niños de aquella preciosa España de los ochenta.