Se puede aplicar por igual tanto para el que va a matar como para el que va a ser ajusticiado. Hasta entonces nos espera una empanada de indigestos de asesinatos sin razón filmados con una aletargante parsimonía. Entre medias se pronuncian diálogos irrelevantes y disertaciones que uno no entiende a cuento de qué vienen, sobre todo porque muchas veces ejercen a modo de réquiem de la propia persona. Hay poco respeto por la vida en esta película y se percibe un desencanto por la misma hasta el punto de que a todos les importa un comino que vayan a morir al instante siguiente. La mitificación que todos los personajes brindan a los dos enfrentados trasciende los límites de la sana admiración, es devoción enfermiza, hasta el punto como sí en sus vidas no hubiera otro quehacer alguno. El grado de alcoholismo que presentan todos los hombres que aparecen la escena llega a hacer odiar la bebida (las mujeres en cambio no beben, su función en esta película empieza, pasa y termina únicamente por complacer y servir al hombre, nunca viceversa). Probablemente así es como le gustaría que fuera el mundo a Sam Peckinpah, o directamente la visión que tiene de este. Los protagonistas atormentados parecen el reflejo de su propio delirio, surgido a raíz de la animadversión contra la corrección política, imposición de normas y pérdida de valores de antaño, que ensalzaban aspectos como la nobleza y la amistad, pero que ha degenerado en un extraño compendio de violencia injustificada, rechazo a la vida, nihilismo y agresividad que no tiene nada de la dignidad que el autor supuestamente promulga. La utilización de la estupenda composición de Bob Dylan es tan desacertada como el resto de la película en sí, que inunda su metraje con planos postura, de virilidad encorsetada, despojada del menor atisbo de credibilidad.