El reclamo de «Paris Blues» se equivoca: no es que sientas que el romance lo estás viviendo tú sino que te gustaría vivirlo a ti. Porque no vamos a engañarnos: que vayas a París de vacaciones y en el mismo tren conozcas a Paul Newman y que luego te presente a Sidney Poitier pues, oye, es para darle gracias a tu buena estrella. Al menos aparentemente.

«Un día volveré» de Martin Ritt nos cuenta la relación entre dos músicos de jazz exiliados en París y dos turistas que va a pasar dos semanas a la capital del amor. En esas dos semanas, y aun menos, los cuatros se enamorarán perdidamente entre paseos parisinos, momentos musicales, fracasos, sueños y frustraciones. Que cuatro personas se enamoren al mismo tiempo, a la vez y de la pareja que le corresponde es casi una fantasía que una película que se presume seria y reflexiva no debería tomar como punto de partida. Quizás si la cosa no hubiera sido tan idílica, tan cabal, tan políticamente correcta en definitiva, «Paris Blues» hubiera ganado enteros. Una película como esta, sobria y decadente, con el jazz como oxígeno que se respira en el aire y conflictos raciales al otro lado del charco, pedía atrevimiento. Por ejemplo, plantear una relación interracial con toda valentía, un amor no correspondido de ninguna forma o personajes más cínicos e insensibles.

Ellas son Joan Woodward y Diahnn Carroll, Lillian y Connie. Connie es un encanto, lo demuestra desde el primer momento, pero Lillian es la típica petarda americana liberada que, por supuesto, se arrastrará ante su enamorado como un perro. ¿De verdad pretendes que este hombre deje su vida en París y sus deseos de ser un artista del jazz para aguantarte a ti y criar a tus dos hijas? Vamos, tú sueñas.

Buenos aspectos técnicos y buena música, pero mejorable.