El segundo trabajo de David Cronenberg se asemeja mucho al anterior. Aquí explora composiciones y juega con universos bien asentados en la ciencia ficción y los acerca al día a día, a lo creíble dentro del género.

Evita al vampiro, pero se basa en ellos para la construcción de su personaje principal. No introduce zombies en su historia y a pesar de ello convierte a las víctimas en una horda de seres sin remedio ni cura, con la única salida de un disparo a quemarropa. Podría tratarse de una película de serie B de los años cincuenta con estética setentera. Disparatada en el apartado científico y entretenida en una acción que evoluciona hacia el desastre.

En esta segunda obra, el director toma referencias de la filosofía de Freud y sus enfoques paterno-filiales. Una cinta con simbología varonil en la que se toma como peligro constante la necesidad de contacto y el (nada gratuito) apéndice fálico que apacigua una especie de descontrol hormonal.

Una historia floja, con algunos puntos ciegos y bastante disparatada, pero que consigue el tono y estilo reconocibles a su director y que sirven de base a obras mayúsculas posteriores.

Icónica y perturbadora esa última escena. Era el año '77 y estábamos siendo testigos de la forja de una de las leyendas del cine, y eso siempre es un placer.