Rindiendo honor a su apellido, Caitlin Cronenberg debuta con una historia retorcida, impregnada de perfidia y sangre, pero se queda a años luz del perturbador horror manufacturado por la casa Cronenberg.

La película, de hecho, es una comedia negra, no una de terror. La premisa tiene cierta originalidad, planteando un futuro cercano siniestro pero lógico, donde la superpoblación está jodiendo el planeta, no hay recursos, sobra gente, y los gobiernos vienen con un ingenioso plan para solucionar el problema: Suicidio asistido, voluntario y bien pagado, hasta alcanzar el porcentaje objetivo de disminución de la población. Y si faltan voluntarios, se pasa al “alistamiento” obligatorio.

Como es habitual en este tipo de planteamientos de ciencia ficción con bajo presupuesto, el ojo de la cámara se limita a observar una historia concreta dentro de ese mundo. En este caso, una familia de clase alta cuyo patriarca ha decidido ser voluntario para el programa de eutanasia. Por supuesto no todo sale lo bien que debería y los miembros de la familia no tardan en sacar a la superficie sus instintos más rastreros.

Pese al sugestivo punto de partida, el nudo y desenlace de la trama son bastante convencionales, así como la dirección. Sátiras sobre la bajeza del ser humano que se desentiende de toda ética cuando se trata de sobrevivir hay muchas, y esta no sobresale. Lejos de dejar huella, su desarrollo va de más a menos, pierde credibilidad por el camino, y desprende un tono mucho más ligero del que prometía. Tiene sus momentos divertidos, eso sí. El empleado del gobierno haciendo su trabajo es gracioso, la ilimitada hipocresía humana nunca deja de sorprender, y el afilado humor sostiene el visionado.

Puede dar para pasar el rato, pero no permanece en la memoria.