No es “Oppenheimer” una película fácil de visionar. A sus tres horas de duración, hay que añadir una estructura narrativa compleja, que se sustenta en dos “juicios” paralelos mediante los cuales vamos conociendo la historia del físico protagonista y los interminables secundarios que van desfilando por la función. Christophen Nolan, en su afán por alejar de la convencionalidad su relato, somete al espectador a una prueba de resistencia en la que deberá superar incontables diálogos, saltos temporales y la constante presencia de una música que juega a alterar el ánimo de la platea, a la espera de la escena cumbre, en forma de prueba atómica. Mientras esta llega, es preciso estar atento y concentrado para no perder el hilo y la ubicación de lo que se nos está contando. Tan hábil y lúcido como la mente de su protagonista, Nolan expone unos hechos para que sea cada espectador quien saque sus propias conclusiones, dejando que la ambigüedad del personaje central nos lleve de la mano hacia una parte de la Historia, no por conocida menos espeluznante. Con todo hay que decir que el director inglés no puede evitar que la película se le vaya por momentos de las manos, dando muchas veces la sensación de estar viendo un trailer de tres horas. Sin ningún sentido de la mesura, con un despliegue sonoro y visual digno de los blockbusters más ambiciosos, “Oppenheimer” acaba resultando el proyecto personal y definitivo del más científico de los directores actuales, aunque la bomba cinéfila se acabe acercando finalmente más a un “petardazo”.

Lo mejor: la ejemplar escena de la prueba atómica.

Lo peor: la errática estructura narrativa echa por tierra una historia interesante.