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Voto de Francesca:
8
Drama Biografía de la filósofa judío-alemana Hannah Arendt, discípula de Heidegger, que trabajó como periodista en el juicio a Adolf Eichmann, el nazi que organizó el genocidio del pueblo judío durante la II Guerra Mundial, conocida por "la solución final". (FILMAFFINITY)
11 de abril de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es una apuesta arriesgada: hacer una película sobre una filósofa y, sobre todo, una pensadora que lanzó una tesis tan delicada, a saber, “la banalidad del mal”, en una época aún sacudida por los horrores del nazismo.
La película cuenta el reportaje que Hannah Arendt, filósofa de origen judío, examante de Heidegger, instalada en Nueva York, hizo del juicio a uno de los mayores genocidas, Eichmann.

En el film se muestra cómo se va fraguando en su interior, y a lo largo de debates con amigos o su marido, esa tesis que la hizo célebre y que le granjeó tantas enemistades, tanto por parte de la intelligentsia como por parte de sus congéneres judíos, en un momento en que Israel estaba en plena construcción (años 60).

Se la ve por lo tanto pensando. Recostada a veces, en silencio en otros momentos o leyendo las transcripciones del juicios; mientras, fragmentos de diálogos pasan por su cabeza. Es una manera de filmar, de mostrar cuál es el proceso físico y cerebral de este acto que es la reflexión… Y la conclusión de todo este proceso mental es que el mal no tiene que vestirse de diablo para ser total, a veces se presenta con ropajes de un hombre banal, como era el caso de Eichmann.

Adolf Eichmann (1906-1962) ocupó el cargo de teniente coronel de las SS. Fue el principal encargado del transporte de deportados hacia los campos de exterminio en Polonia y contribuyó, por lo tanto, de manera directa a la Solución Final.
Según Arendt, Eichmann era un ser capaz de cometer actos monstruosos, sin motivaciones malignas específicas. Los peores crímenes no requieren grandes motivos.

El exresponsable nazi declaró en el juicio de Jerusalén:
“Me reconozco culpable de ayudar y tolerar la comisión de los delitos de los que se me acusa, pero no he realizado nunca ni un solo acto directamente encaminado a su consumación. Solo cumplía órdenes”.

El daño que causó Eichmann, y del cual Arendt le considera responsable, fue monstruoso. Pero todavía resulta más aterrador que la raíz subjetiva de sus crímenes no estuviera arraigada en firmes convicciones ideológicas ni en motivaciones especialmente malvadas. La banalidad del mal no está en qué hizo sino en por qué lo hizo. Detrás de la actuación de Eichmann no hay un elaborado pensamiento, ni odio, ni intención de crueldad. No hay nada y eso es lo más horrible. Esta peculiar forma de mal solo se explica porque el hombre se ha transformado en algo superfluo.

Para Arendt, Eichmann tenía un déficit de pensamiento. Una mera incapacidad de juicio
Esto no es una mera insensibilidad moral. En su vida cotidiana actuaba de modo normal y sabía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. En este punto, Eichmann se asemejaba al hombre del montón, a muchos hombres corrientes. Su única característica era su incapacidad de reflexión y de pensamiento, su incapacidad de juzgar. Y ahí surge otro de los conceptos claves de la filósofa alemana: la distinción entre “conocer” y “pensar”.

El pensamiento consiste en una suerte de diálogo con nosotros mismos, en solitud, una reflexión crítica sobre nuestras propias acciones y, a la vez, sobre la ejemplaridad de cualquier acción. Esto implica una mentalidad amplia, capacidad de ponerse en el lugar de los demás, de entender su punto de vista. Pone como ejemplo a Sócrates que mantiene diálogo constante con su daimon, su alter ego interior. Esta falta de pensamiento también puede explicar la adhesión de gran parte de la población alemana al nazismo.

En cuanto a las víctimas judías, Arendt enuncia una verdad aterradora: hubo tantas víctimas por la ausencia de un líder que se hiciera cargo, que denunciara las atrocidades. La comunidad judía (y los humanistas en general) no podían aceptar esta tesis, máxime en un contexto en que era necesario redimir a las víctimas, considerarlas como tales y no como culpables de su destino. Pero es cierto que, por lo menos en mi caso, en todo lo que leído de todo ese aciago periodo nazi, no aparece nunca el nombre de un dirigente, de un rabí iluminado o simplemente sensato, que hubiese denunciado los actos que se estaban cometiendo contra su pueblo.

La protagonista Barbara Sukowa está fantástica, trasmite la humanidad, la seguridad (otros dirán arrogancia) de la filósofa judía que huyó a tiempo de su país para escapar de la barbarie del Tercer Reich.

Una película llena de contenido, de vida, de pensamiento, de dudas. Un ritmo pausado que invita a la reflexión sin aburrir. Porque quizás conviene no olvidar que el mal (banal) puede estar entre nosotros…
P.D. Fuman todos tanto que parece que acabará saliendo humo por la pantalla.
Francesca
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