"Australia" se me ha llevado al Baz Luhrmann de las moderneces, el que nos gustaba a los que nos gustaba, a la locaza histérica que te ponía "Romeo y Julieta" patas arriba, el que convertía "La dama de las camelias" en un monstruo bollywoodiense, el que revisionaba "Dirty Dancing" en clave gozosamente hortera.

"Australia" se me ha llevado el poco talento interpretativo que podía adivinársele a Hugh Jackman, cuyo torso, por cierto, es más séptimo arte que su impasible mirada de miope y cuyos pezones contienen más vis dramática que el rostro petrificado de Nicole Kidman, esa actriz a la que deberían vetarse las películas de época hasta que deje de inyectarse toxinas en el jeto para conservar el cutis de una quinceañera embalsamada.

"Australia" se me ha llevado los paisajes australianos que soñábamos los idealistas de las antípodas y los ha convertido en un batiburrillo de tierra y bytes inimaginable, un mundo de cartón piedra que veta la entrada de nuestra imaginación y donde los misterios se someten a la dictadura de un falso, relamido y deleznable clasicismo del siglo XXI, especie cinematográfica a erradicar de la faz del mundo antes de que sea demasiado tarde y cualquier director al alcance de un presupuesto elefantiásico le dé por reencarnarse en el nuevo Victor Fleming.

Pero "Australia", por fortuna, no se me ha llevado los 9 euros que cuesta la entrada del cine. Es lo único bueno que le he encontrado...