Burman se caracteriza por ser un director de pequeñas historias, cositas cotidianas, esos pequeños átomos que forman la molécula de la vida. Este, su segundo largometraje nos sitúa en un pequeño centro comercial de un barrio judío porteño, con unos comercios humildes, seguramente unas pocas historias de personas venidas a menos, gente que vivió tiempos mejores pero que no por eso pierden la esperanza de seguir viviendo, aunque para ello casi tengan que vivir sobreviviendo. El cine de este hombre no es grandilocuente, ni efectista, ni histriónico, ni falta que le hace, cuenta historias caseras, historias de las trastiendas de estos pequeños comercios de un modo muy intimista. Relaciones entre hermanos, entre padres e hijos, pequeños secretos que se van quedando astillados en la psique de las personas. Y es en este punto en el que quien más y quien menos se pueda ver reflejado con sus historias, por lo menos a mi me pasa y me agrada porque imprime en sus películas un punto agridulce muy deseable, pues no se trata de dramas ni de comedias únicamente, es una mezcla de ambas. Una tragicomedia al más puro estilo Argentino. Bastante más acertada que su posterior Todas las azafatas van al cielo. No es una obra maestra pero es una película muy recomendable.