Cuando pienso en James Bond, o mejor dicho en lo que para mí debería ser, suele venirme a la cabeza la imagen de un tigre: un ser distinguido, elegante y refinado; pero a la vez implacable, propenso a la violencia y la pérdida del autocontrol.
Por lo demás, lo que todos sabemos: coches y parajes de lujo, aparatejos de ciencia-ficción, mujeres guapas, antagonistas insustanciales sólo al servicio del lucimiento del héroe, y persecuciones y peleas espectaculares e imposibles.

Tras la nefasta etapa de los 90, en la que Pierce Brosnan encarnaba a un 007 de cartón piedra, lleno de amaneramiento y afectación, y que resultaría más convincente empuñando una pala de pádel en el club de campo y no un arma, llega Daniel Craig a arreglarlo todo.

A este Bond los trajes le siguen quedando como un guante y gustando el Martini, eso no cambia ni debe cambiar; pero también es capaz de desenvolverse con violencia y rudeza, despeinarse y sangrar. Deja atrás el cliché de hombre pluscuamperfecto e imperturbable y adquiere alma. Ya no es sólo irónico, sino además oscuro y cínico.

Por último, añadir que todo lo que enumerábamos en el primer párrafo está en esta película, y en las dosis adecuadas. Y la de Judi Dench es una presencia que siempre se agradece.