Imaginaros. Estáis en un restaurante esperando que os traigan el primer plato. Es un restaurante en el que nunca antes habíais estado. El apetito arrecia e impacientes esperáis el momento en el que el camarero aparezca. Además os lo han recomendado. Os han dicho que sirven unos platos de lujo. Nunca antes jamás vistos. Algo incrédulos esperáis y llega el primero. Por fin. El plato es bellísimo, parece porcelana de la más fina y se ve que fabricado de un modo nunca antes visto, en los laterales unos rivetes preciosos llaman la atención. En el interior del plato hay una ensalada extraña. Las hortalizas que la componen no saben a nada. Llamas al camarero y se lo comentas.

-Perdona, pero esta ensalada no sabe a nada. A nada de nada.
-Sí, pero te has fijado en lo maravillosa que es. Es preciosa. ¿O es que alguna vez habías comido algo así? Si pinchas esta lechugita saldrá un líquido amarillo, si pinchas este tomate, saldrá un líquido blanco...
-Ya pero escuche una cosa, y eso a mí que más me da. A mi me gustan los sabores, el color me da absolutamente lo mismo.
-¿Quiere usted un libro de reclamaciones? ¿Quiere que llame al encargado?
-No no, no se preocupe. Traigame la cuenta.

(1 minuto después)

-Aquí tiene.
-(Pensando) Qué barbaridad 45€. Es carísimo. (Deja un billete de cincuenta)
-Muchas gracias señor. (Le devuelve el cambio)

Al salir, el cliente, ve que hay una cola espectacular para entrar al restaurante. Y que la gente que sale está encantada con lo que se ha llevado a la boca. Este piensa que "el buen llantar" siempre fué algo clave y universal y que aquello poco tenía que ver con una buena comida. Se quedó con hambre y con cara de bobo. Lo mismo me pasó a mi al ver Sin City.