Chiquito joven e imaginativo, aunque con indudable talento, hace su opera prima. El resultado es notable para un primerizo, pero el público y la crítica comienzan a compararle (por ahí anda todavía alguna crítica) con el mismísimo Orson Welles. Claro, el chaval se lo cree y, completamente desatado, decide hacer la película definitiva sobre el eterno dilema entre la vida y la muerte, lo imaginario y lo real, en términos lacanianos. Ya hubiera querido Descartes, o el mismísimo Platón. Nada es verdad ni es mentira, todo depende del color… del cristal con que se mira. ¡Ole!
Bueno, además, el bueno de Alejandro es fiel a sus colaboradores, así que ahí están sus chicos, Noriega y Martínez. Pero eso no es suficiente para atraer al público, así que vamos a poner a la Nimri en bragas y a la Cruz en tetas. Para darle más seriedad al asunto, introduzcamos un psiquiatra enrollado, y reconvirtamos la verhoeveriana “Memory Call” en “Life Extension”. Un francés intelectualoide tampoco estaría de más.
Nada tiene sentido, porque los límites entre la realidad y la ficción, el sueño y la vigilia, como todo el mundo sabe (¿?), son casi imperceptibles. De paso, este planteamiento es ideal para hacer pasar una boñiga por una trufa blanca. Como el director es tan genial, nadie se atreverá a decir a ciencia cierta si la película es una exquisita obra maestra o una soberana tomadura de pelo. A mí me parece que está bastante claro, aunque no sé si lo estoy soñando.
Ah, la hemos pagado entre todos.