Voy a confesaros un pequeño secreto. A día de hoy, y con casi cuarenta tacos, no he visto jamás “La guerra de las galaxias”. Sí, sí, va en serio. Bueno, tal vez habré visto algún que otro fragmento por televisión, pero de principio a fin, nunca.

Obviamente, conozco la historia -superficialmente- y también a sus protagonistas: Luke, Leia, Han Solo, Darth Vader, Cheewaka y demás miembros de la tropa galáctica. No en vano completé esa mediática colección de cromos en el 78 e incluso estuve a punto de participar en esas interminables colas de espectadores que se formaron el día de su estreno en Barcelona. Lamentablemente ese día enfermé, y casi con toda seguridad el destino me arrebató la que podría haber sido una de las ‘pelis de mi infancia’. No la vi entonces ni posteriormente. Tampoco he visto las otras dos pelis que integran la célebre trilogía aunque, la verdad, no me preocupa demasiado. Tal vez algún día lo haga. Tal vez no.

Permitidme, en todo caso, romper una lanza a favor de “Star Trek”, su más temible adversaria. Asistí a su estreno en la gran pantalla y recorrí el espacio exterior por primera vez en la búsqueda de otros mundos. No puedo considerarme un ‘treki’, uno de esos fanáticos seguidores de la saga, pero cuando la vi con apenas doce añitos, algún resorte de mi corazoncito cinéfilo se activó misteriosamente. Aún me parece escuchar el suave rumor de los motores, el eco metálico de los compartimentos del ‘Enterprise’, esa banda sonora tremendamente inquietante…

William Shatner, Leonard Nimoy y DeForest Kelly se transfiguraron un buen dia en el Capitán Kirk, Mr. Spock y el Dr. McCoy para forjar una leyenda espacial de gran envergadura tecnológica y metafísica. La más grande.