Paranoica, sí. Pero turbadora, subyugante y aterradora también. Es más, yo diría que “Vargtimmen” constituye una modélica ‘mise-en-scène’ de los demonios y los fantasmas que suelen habitar en las atormentadas almas de aquellos artistas con graves problemas para distinguir el exiguo y confuso límite que separa la realidad de la ficción. Vaya, esa sería –por lo menos- la única idea general que mi atolondrado intelecto es capaz de extraer de “Vargtimmen”. Pero extenderme más en intentar interpretar la peli de Bergman sería, por mi parte, una completa estupidez. Porque tela, telita, con la peli de marras. Yo solo habré visto 8 o 10 del sueco, pero estoy seguro que ésta es la más compleja y abstrusa de todas ellas. De todas formas, siempre queda el recurso de lo onírico para que un servidor pueda cruzar a nado todas aquellas lagunas que suelen quedarme después de ver una obra de Ingmar. Y aunque a mi, como a Johann (Max Von Sydow), tampoco me ha quedado demasiado claro cuánto hay de real y cuánto de freudiano en esta puñetera historia, sí que puedo afirmar sin temor a sentirme como un verdadero hipócrita, que “Vargtimmen” y Bergman me han fascinado nuevamente. No sé si será por el magistral fotografía en b/n de Nykvist, por la siempre cautivadora presencia de Liv Ullmann o por la densa atmósfera que el sueco suele imprimir a todas sus pelis. Quizás por ese sobrecogedor desenlace en el que Alma (Ullmann) se desnuda espiritualmente y nos relata su simbiótica relación con Johann, su marido. Aunque lo más probable es que sea por todo eso a la vez. En cualquier caso, Bergman es el único cineasta (con Tarkovski) al que le permito dejarme a cuadros sin decir ni mú. Y a mucha honra, oiga.