Los que crecimos con los primeros videojuegos para ordenadores personales Amstrad y Spectrum, la edad de oro de los videojuegos digan lo que digan, fuimos testigos del fenómeno que supusieron las primeras adaptaciones de películas hechas juego. Los equipos de la época daban para lo que daban, pero como éramos nuevos y todo nos venía bien, era un gustazo ponerse en la piel de Batman o Robocop en unas producciones que, la verdad, en el contexto de esa época, solían salir bastante buenas, porque los estudios ponían todo su esfuerzo y atención en amortizar el coste de las licencias. Luego vinieron el PC y las consolas y la tendencia se fue revirtiendo, empezando con adaptaciones en los dos sentidos -de ordenador a película y de película a ordenador- hasta llegar al día de hoy donde es el cine, con una escasez de ideas alarmante, la que no tarda en llevar al cine cualquier videojuego que alcanza algo de fama.

Curiosamente, la calidad de las adaptaciones de juego a cine ha sido siempre mucho más desigual que en el sentido inverso, probablemente porque los presupuestos de los estudios son más holgados, recuperar la inversión es más sencillo y el grado de exigencia mucho menor -una película fallida suele cubrir costes en el peor de los casos mientras que un videojuego fallido suele hundir al estudio-. Así, no sólo no son frecuentes los casos de juegos llevados al cine con éxito, sino que resulta sorprendente la cantidad de buenos títulos para ordenador o consola que han terminado siendo truños de celuloide. Sin números a manos, mi sensación es que bastantes más de la mitad no han alcanzado niveles mínimos de dignidad. Desgraciadamente, “Max Payne” es uno de ellos.

En general, los motivos de esta escabechina suelen ser de diversa índole. Hay veces en las que el formato cine no puede encapsular los requerimientos técnicos del videojuego (por ejemplo recrear un universo paralelo de múltiples razas y gigantescas naves espaciales) y veces en las que el videojuego trae una mitología y un arco narrativo propios que es imposible adaptar a dos horas de largometraje. En otras, el escenario más innoble, directamente se han adquirido los derechos sólo coger la marca y hacer una película totalmente distinta que no tiene nada que ver salvo el nombre. Curiosamente el problema de “Max Payne” es puramente cinematográfico. Ni es una película de grandes requerimientos técnicos ni grandes efectos digitales, ni tiene un argumento que requiera una gran introducción o conocimientos previos. Tampoco han reinventado al personaje ni lo han adornado para hacerlo más comercial.

El gran problema de “Max Payne” es que es una mala película. A la falta de originalidad de un planteamiento mil veces visto de honrado policía duro en busca de venganza por la muerte de su familia, se une un desarrollo plagado de automatismos ejecutados de la manera más torpe posible. El nivel de despropósito es tal que sólo la previsibilidad más absoluta permite entender lo que pasa en pantalla: diálogos incomprensibles e interpretaciones inexplicables hacen que sea prácticamente imposible entender quién es quién y por qué hace qué (más allá de dispararse o golpearse unos a otros), pero como la película es una mala copia de tantos cientos anteriores, sabemos más o menos si estamos en la fase en la que el héroe descubre al traidor, mata al sicario o se enamora de la chica.

Todo maestro echa de vez en cuando un borrón y este es de los pocos de Mark Wahlberg. Y otro miembro de la lista de adaptaciones fallidas. Una de las pocas cosas positivas que se pueden decir es que por lo menos no profana un título clásico -Max Payne juega varias divisiones por debajo de una Lara Croft, por ejemplo-. Nivel de truño: Max Pain.