Tiene fama de cutre, pero le tengo un cierto cariño al canal SyFy, un canal que da más importancia a la creatividad que a la factura técnica produciendo, con presupuestos generalmente limitados (que la mayor parte se emplea en el cebo del episodio piloto y en el cliffhanger de final de temporada), series de gran imaginación que suelen vivir siempre muy por encima de sus posibilidades. Si se ven con generosidad y elevadas dosis de ternura, obviando la escenografía y prestando atención a lo sugestivo de las tramas, series como “Killjoys”, “Dark Matter” o “Merlin” llevan al espectador a todo tipo de mundos, épocas pasadas y futuras y lugares reales, inventados o por descubrir.

Aunque procedente de Netflix, “El Proyecto Adam” lleva el concepto SyFy impreso en su ADN: un batiburrillo de tramas pseudo-científicas al servicio del espectáculo y del entretenimiento sin el más mínimo intento de asumir alguna clase de responsabilidad en lo que se refiere a tener fundamento real o rigor tecnológico. De hecho, aprovechando el desahogo presupuestario que supone trabajar para una gran plataforma, se atreve a fusionar elementos como los viajes en el tiempo, los combates de naves espaciales y soldados con exoesqueletos invisibles que, individualmente, darían cada uno para tener su propia serie de bajo coste. El conjunto funciona y la película no da un respiro, aunque exige aceptar que las cosas son como se plantean porque sí. ¿Qué pasa si se produce una paradoja temporal? Lo que le conviene a la película. ¿Cómo repercute en el futuro alterar el pasado? Lo mismo, lo que le conviene a la película. ¿Qué tienen que ver las naves espaciales con los viajes en el tiempo? Nada, pero así mola todo mucho más. ¿Por qué los malos tienen trajes invisibles que no usan en las peleas? Porque así las cosas son más interesantes.

Pues eso. Casi hay más fantasía que ciencia-ficción, pero el conjunto engancha quizá precisamente por esa falta de pretensiones y porque, despojada de su disfraz de efectos y cháchara científica, las tramas llevan a situaciones divertidas, entretenidas y fáciles de seguir. No es Ryan Reynolds santo de mi devoción, pero Shawn Levy es un perro viejo del cine ligero y, conociendo quién es la estrella y quién el prescindible, sabe adaptar la película a Reynolds para que siempre esté haciendo cosas en pantalla de modo que su continua y cargante manía de largar lo que piensa en todo momento tenga cierta razón de ser. Al final, el despliegue de aventuras es trepidante, los actores adultos se lo toman en serio, los críos no desentonan y los efectos especiales tienen cierto nivel, haciendo complicado no terminar de verla a ver en qué queda la cosa. Y yo diría que la cosa no decepciona. Cuando menos, vista sin pretensiones, deja buen sabor de boca.