Los ojos claros y pródigos de un niño viendo pasar desde su tren, un conjunto de tanques de guerra, es la expresión máxima de horror por el silencio de Dios, en la película El silencio (Tystnaden, 1963) de Igmar Bergman. El silencio desolado de una mirada perdida por el candor de la guerra, a la cual no puede atribuirle significado alguno, es el equivalente esencial del vacío que germina en locura. Mediante ese vacío llegamos a la vida; ese silencio nos constituye de forma radical y finita. Es mediante ese miedo por el cual pasamos de esa jovialidad de los primeros años, a esa paz malhumorada de la adultez.

La moral son esos enanos, que causan los llantos histéricos, o las palabras llenas de desnudez y dolor. Caminan por los pasillos alfombrados y están vestidos con colores disimiles. Pasan por ahí, cabalgando sobre sus voces, siempre alegres y glotones.