Después de Branded to Kill sabía que me costaría ver algo mejor de Suzuki, y ha así ha sido. Película manifiesta y voluntariamente desagradable, gira alrededor de cuatro prostitutas, más la nueva, cuyo único objetivo es sobrevivir como sea, y cuyo código impide entregar el cuerpo sin cobrar. Violar esa regla conlleva la tortura y, quizá, la muerte. A este gallinero llega el gallo, un repugnante ex soldado reconvertido en asesino, ladrón, torturador, maltratador (otro superviviente), que encandila al personal y las trata como a perras. En el exterior, vemos los esfuerzos de un país vencido y humillado por los GI que pasean por las calles en sus jeeps e imponen la ley, salvo cuando los nativos se apalean o matan entre ellos: no es su problema. Hay un cura que acaba siendo víctima de sus propias debilidades, y un ambiente generalizado de oprobio y miseria. El macarra mofletudo, actor fetiche de Suzuki, pagará cara su chulería, y las putas seguirán luchando cada día por un plato de arroz. Una película desoladora y dura como un puñetazo.